“A los muertos hay que dejarlos en paz, que ya están muertos”, insiste un comentarista político. Se refiere, claro, a quien se nombró caudillo en 1939, y en reacción a la reciente decisión del Tribunal Supremo. El Gobierno, una vez conocido el fallo del Alto Tribunal, ya puede exhumar a Franco pero, ¿es una buena idea?

No es en absoluto fácil acertar al respecto de qué hacer con los dictadores muertos. Ningún país ha sabido manejar con claridad y acierto semejante situación, tan sensible para muchos ciudadanos. Con frecuencia, algunos Ejecutivos optan por una decisión contrapuesta a la de otro país de su mismo entorno. Y se equivocan los dos.

Tampoco es sencillo manejar al nuestro, fallecido ya hace cuatro décadas y media. Desde que Sánchez se empeñó en sacar a Franco del Valle de los Caídos, la posición del dictador en la vida política y social española no ha hecho otra cosa que acentuarse considerablemente. Ni con Zapatero ni con González había tenido tanto peso el nombre de Franco en la sociedad. Es más, durante los anteriores gobiernos socialistas, el anterior jefe del Estado había estado disfrutando de un silencio encantador, sin causar mayores perjuicios que agregar a los que consumó cuando vivió.

Sin embargo, desde que se inició el conflicto de su potencial exhumación, la presencia de quien dirigió al país después de vencer en la Guerra Civil se ha hecho mucho más notable. Sin duda, Sánchez ha logrado el resultado opuesto al buscado.

Salvo, claro, si nos ponemos a pensar en clave electoral. En un escenario en el que el PSOE parece que gana los comicios, pero también que pierde posiciones respecto a las encuestas previas al verano –se deja tres puntos porcentuales, según los sondeos–, con el desafío de Errejón partiendo a Podemos en dos y al mismo tiempo robándole votos a los socialistas, la exhumación de Franco puede ser un elemento clave al que extraerle un valioso rédito electoral. Lo haya buscado o no, el timing no puede ser mejor para el presidente en funciones.

El 10-N aparece en el calendario como una de las más importantes e inciertas citas electorales de los últimos años. La derivada Más País ha sido el detonante de la incertidumbre que envuelve a estas elecciones, pero las consecuencias pueden ser múltiples: desde una segregación del voto a la izquierda que acabe impidiéndole gobernar a una imprevisible catástrofe para el partido que sigue la trayectoria menos coherente, Ciudadanos. No hace mucho tiempo, justo antes de la moción de censura, Rivera acarició el poder. Ahora, atosigado por la izquierda y abrumado también la derecha, muerde el polvo.

Pablo Casado tiene una nueva oportunidad para hacerse con el espacio de todo lo que está a la derecha del PSOE y a la izquierda de Vox, y ese campo es inusitadamente espacioso. Si convence a los frustrados de Cs y seduce a los menos atormentados del partido que lidera Abascal se puede generar una sorpresa mayúscula a su favor, sobre todo ante un escenario donde la fragmentación del voto que sufrió la derecha en abril puede darse ahora en el lado opuesto del espectro político.

En cualquier caso, a solo unas semanas de las elecciones que, con suerte, desbloquearán el país, la figura del militar que gobernó España durante casi cuatro décadas reaparece con mayor fuerza de la que había disfrutado en tiempos anteriores. En esta ocasión, cosas del destino, o tal vez del karma, parece lógico pensar que la exhumación de los restos del ex generalísimo contribuirá a hacer más consistente el apoyo de la izquierda. Sin duda, lo último que querría el dictador.