Siempre que termina una boda me digo lo mismo: “No volveré a financiar a los terroristas de los sentimientos”. Luego, a las pocas semanas, aparece otra invitación en casa y arranca el proceso de autosecuestro, la experiencia sublimada por aquel novio de Falete que vestía como si combinara a ciegas el vestuario de Aquí no hay quien viva. Existe una extorsión, aunque no queramos verla, que comienza al llegar a los buzones avisos de esos sicarios del amor también llamados carteros.

Traen las coordenadas del delito, el lugar del intercambio y la cuenta corriente para depositar la garantía. A cambio, nos ofrecen un puñado de horas creyéndonos Andrea Casiraghi, una vida en traje, aeropuertos, paseos por hoteles, camareros serviciales, quizá algún cocktail elaborado, como mínimo buen alcohol. El año pasa y nos convertimos en profesionales de las fiestas, celebrando con cinismo los momentos felices en los que, simplemente, somos decorado. Trabajo para permitirme las bodas de mis amigos y conocidos, cotizo por emborracharme a su alrededor, ser un arbusto agarrando una copa. Se casan por encima de mis posibilidades.

Los novios bailan, se besan, caminan, –se celebra todo–, y allí estamos el resto, nosotros, extras del compromiso de los felicísimos protagonistas. Hay dos o tres momentos que se repiten, provocándome ansiedad, conocidos por todos. Funcionan como base de las bodas, se suponen que son divertidos. ‘¿Qué necesidad hay?’, pienso cada vez que pasan por delante. Siempre he tenido la sensación de que compartir protagonismo con tu pareja añade más vergüenza ajena a cualquier situación: la boda es el monumento de esto.

Para pasarlo, opto por la transfiguración, me creo Boyero delante de la barra libre, cuando ya el camarero me entiende sólo con un gesto, poniéndole freno al entusiasmo generalizado. “Sólo he venido a por Seagram's, señora”, es una buena frase para esquivar abuelas descarriadas, despedidas de las mesas centrales como meteoritos sin rumbo. También un poco Garci, pongo esa mirada de condenado ya al final de la gira veraniega de conferencias, cuando le sale Ford por las ojeras, posando para las fotografías oficiales, las del pen drive que no verá nadie.

Los millennials nos arruinamos al cumplir los 30 por varias razones. La vida resulta ser la misma cinta transportadora repetida a lo largo de la Historia. ¿No es triste eso? Somos la generación que celebra la fidelidad eterna los fines de semana con Tinder descargado. Hay un pérdida de rumbo generalizado, nadie sabe realmente qué quiere. La gente juega a mi alrededor a ser adulto, hacen las cosas que supuestamente deben hacer.

Envidio a los que no dudan, cogiendo esa ola por alguna extraña inercia. A mí me falta decisión para casi todo. Supongo que creérselo es la diferencia con la vida anterior. Y no es tan extraño, porque los problemas siguen siendo los mismos a otra escala. Por eso me decepcionan las bodas, ese terrorismo de los afectos que nos explota en la cara: demuestran que no hay escapatoria.