En la última semana he tenido el placer de vivir en tres ciudades, Nueva York, Ciudad de México y Madrid, el día del Orgullo LGTBI. He visto a muchos amigos celebrándose, porque eso es lo que hay que hacer: celebrarse, por lo que sea, constantemente. Sobre todo si es por sentirse libre, coherente, tranquilo.

Les he visto sonreír a raudales, enviar vídeos emocionantes a grupos de WhatsApp. En ellos hablan de armarios, de caminos difíciles, de pasos adelante, de autoamor del bueno. Estaban especialmente contentos y nosotros con ellos. Todos contagiados de ese espíritu, porque todos, en algún momento, hemos tenido que enfrentarnos al miedo de lo que otros pudieran pensar. Y, si no lo hemos hecho, ya va siendo hora. Seamos tan valientes como ellos.

La alegría, la fiesta y el arco iris iluminan las calles de los lugares en los que un día ganamos derechos. Ojalá esas luces se contagien a otros lugares no tan solidarios, tan empáticos, tan abiertos. Para eso sirven las conmemoraciones, para practicar durante unas horas lo que debería ser una constante, para invadir cerebros y corazones con una intensidad solo posible en días señalados. Son una Navidad, un cumpleaños, un aniversario de boda. Qué bien todo.

Hasta que llega Rocío Monasterio y le pega un brochazo de gris al paisaje.

A pesar de ello, Roci, te voy a dar las gracias. Tus declaraciones no son sorprendentes en absoluto, pero sí reveladoras. Una, que vive en una preciosa burbuja de respeto y tolerancia, en algún momento siente que la reivindicación siempre es bonita, pero ya no necesaria, porque claro, la homofobia, el machismo, el racismo, son cosa del pasado y de series de televisión en las que salen mujeres con cofia blanca y vestido rojo.

Afortunadamente, a muchos se nos olvida a ratos que tú y los de tu estirpe existís y os paseáis por las calles como si tal cosa. Para colmo de males, algunos de los que no tenemos ningún interés en vuestra opinión, nos encontramos con vuestras declaraciones sin buscarlo. Menos mal que Twitter, que es muy listo, apunta en la mayoría de tus publicaciones que probablemente vayan a herir mi sensibilidad y me las ocultan. Mi Twitter me cuida, qué majo.

Eres tú la que agrede, a los madrileños y a cualquier persona con un mínimo de humanidad. Son tus opiniones las que desprenden un hedor insalubre e insoportable a Inquisición. Quizás el desfile te parecería menos chocante si incluyera unos cuantos cilicios y varios pares de flagelaciones. Eso no ofende, eso solo es sangre y penitencia, lo normal.

Tus palabras sí constituyen un peligro para la salud mental de los niños, aunque te aseguro que la mayoría, que se crían en un entorno sano y funcional, tienen la capacidad de calificarlas como se merecen, como una reacción ante lo que no comprendéis, una amputación de los derechos de otros que, en el fondo, son los derechos de todos. Un clásico de la ignorancia: atacar lo desconocido. Un poco alienígena también: este no es como yo, toma rayo láser.

El caso es que tú y los que sois como tú, que odiáis a troche y moche, nos recuerdan que aún hay mucho camino por recorrer, que debemos seguir saliendo a esas calles que compartimos, para besarnos y repartir alegría y colorines, a ver si así os asustáis ante nuestro espectáculo terrorífico, llámese Orgullo Gay o manifestación feminista, y os encerráis en alguna cueva tan oscura como vuestros pensamientos. Gracias, Roci, porque cada vez que abrís el pico nos arreáis un hostión de realidad, de triste realidad: mientras haya seres como vosotros, nosotros no debemos bajar la guardia.