Hoy han empezado las elecciones al Parlamento Europeo.

Noto cierto sobresalto -¿hoy?- Tranquilos, no se asusten, sólo en los Países Bajos y en el Reino Unido – sí, aún no se han marchado, “niebla en el Canal, el continente aislado”-.

Pero confiesen: ¿a cuántos les hubiese importado que fuesen hoy y que se hubiesen olvidado de ellas? Aventuro que sólo a unos cuantos. De hecho, de no coincidir con otras tantas elecciones ¿se acordarían de ir a votar? ¿Les importaría dejar de hacerlo? ¿Sabe lo que vota cuando opta por una lista concreta al Parlamento Europeo?

Lo entiendo. No se lo han puesto fácil. Entre la opacidad de la Europa de los burócratas y de los lobbies, y el desinterés –puro trámite- de partidos y candidatos en explicar qué papel pretenden jugar en Europa, incluso un festival, como el de Eurovisión,  en el que participan Australia e Israel, le acerca más al espíritu europeo que unos comicios en los que intuye que es posible que se juegue mucho, pero que de lo votado no va a tener ningún retorno –que sí consecuencias- hasta dentro de otros cinco años.

Puede que lo de la PAC le suene algo, pero sabrá lo que arriesga sólo si vive del campo (fíjese que el PSOE, tan dado a eso de la subvención, olvida mencionar las ayudas europeas a la agricultura española en su programa, puro desdén).

Quizás haya oído hablar de las directivas europeas, cuya trasposición, años después de ser aprobadas en la mayor opacidad informativa, sirven de tardía justificación para medidas generalmente impopulares y, en ocasiones, incomprensibles.

El fugado Puigdemont y la diáspora amarilla, nos ha enseñado que existe algo llamado “euroorden” y que no sirve para nada y  que en Bélgica nos siguen guardando rencor

A falta de otros argumentos, de lo que seguro que han oído hablar es del “inquietante auge del populismo” y de la presencia cada vez mayor de partidos euroescépticos en el Parlamento europeo, acompañado de la declaración de europeísmo (vocación europea, le llaman) de todos los partidos. No importa que en esa mezcla de formaciones a las que temer y combatir –todas, en teoría, sólo en teoría, de derechas- quepan opciones tan alejadas en lo programático y en su espíritu, como la Liga de Salvini, el FPO austriaco, el Frente Nacional, la UKIP –secesionistas con escaño ¿les suena?- los Demócratas Suecos y por ejemplo el Fidesz de Víctor Orban (“el enemigo de Europa” según los medios y los lobbies afines al multimillonario Soros) o los polacos del PIS.

Que a decir de la televisión pública española –en su versión informativa-, la ultraderecha haya vuelto al Congreso de los Diputados, multiplicando por veinticuatro la representación de Blas Piñar, nos acerca a esa Europa del norte y del este, de la que hasta ahora – al parecer- estábamos ausentes a falta de neofascistas autóctonos.

Es cierto que llevamos –especialmente en municipios y comunidades autónomas- al menos cuatro años -¿ya?- en manos del populismo de izquierdas que, aunque más afín en sus inicios al discurso del Frente Nacional con su ruptura del eje derecha/izquierda o con su programa económico, ahora, convenientemente aburguesado por la moqueta, la paternidad y el chalet como conquista social, ha conseguido travestirse en institucional sin perder un ápice de ese populismo que le llevó a las instituciones. Pero obsérvese que se trata de un populismo de izquierdas, y ese no puntúa ni se advierte  como riesgo, aunque lleve a los países a la quiebra.

De cara a las elecciones europeas, donde no hay euroescepticismo hay desconocimiento o indiferencia. Limitarse a señalar con displicencia o con argumentos de manual, el auge de quienes ponen a su país por delante de la Unión Europea  no resuelve el problema.

La Europa de Schuman, Adenauer, De Gasperi, Churchill o Monnet, tenía una razón, un propósito y, sobre todo,  reconocía sus raíces. Perdido, olvidado o dado por sentado todo lo anterior, no ha encontrado otro argumento que su propia supervivencia, y ha fallado clamorosamente cuando los riesgos han sido demasiado grandes. No ha sabido hacer frente a los retos económicos comunes y se mostró inoperante ante conflictos como el de la antigua Yugoslavia u otros como el de Transnistria o el de Crimea, que no, no son parte de la Unión, pero ¿debe carecer Bruselas de iniciativa ante la tensiones bélicas que se desarrollan en su patio trasero?

La crisis de refugiados puso en evidencia la falta de una política común. Durante años, las oleadas migratorias llegadas por las fronteras del sur de Europa –España, Italia, Malta, Grecia- fueron vistas por los países del Norte como problemas regionales. Hasta que empezaron a llegar miles de refugiados de Sira, Irak, Afganistán. Entonces el problema fue de todos y la única política común consistió en la asignación de cupos.

Ahora siguen llegando, también de África y de nuevo lo hacen por la frontera sur de Europa. Y vuelve a ser un problema regional o, lo que es peor, es visto como la solución a nuestra crisis demográfica, sin parar mientes en el cariz colonialista que subyace tras ese pensamiento que implica que es bueno que haya gente que deje su país, para cubrir las carencias y el egoísmo de los países ricos.

Votaré el domingo, pero no me gusta la Europa que hemos construido.