Vivo en un viejo castillo situado en un acantilado, desde el que se observan deliciosas vistas al lugar donde se funden los azules del cielo y el mar. En la zona central del interior se ve un mástil; en su tramo más alto flamea una bandera que se alza por encima de las murallas, para que pueda ser apreciada desde cualquier lugar en la isla donde, hace siglos, se edificó esta fortaleza.

A este castillo no se puede entrar con facilidad. Es más: resulta infranqueable, no se puede acceder nunca. Bueno, casi nunca. Algunas personas conservan salvoconductos que les permiten introducirse en él siempre que lo deseen, aunque nunca se quedan mucho tiempo. Entienden que es un extraño lugar amurallado que los acoge con notable generosidad al principio, pero que se vuelve hostil si permanecen allí más tiempo del que podría considerarse prudente.

La puerta de acceso, la única que hay, está hecha de una vieja madera azotada por el viento y la humedad, ovalada, a la que le cruza una barra de hierro desde el interior, y que junta sus dos partes. Numerosos arañazos, algunos singularmente anchos, visten los dos lados del portón.

Algunas personas han logrado llegar hasta allí, tras numerosos esfuerzos y no menos fortuna. Pero cuando lo han tocado, esperando que se abriera, no han hallado respuesta, y han debido regresar a su lugar de procedencia.

Se trata de un robusto castillo con cuatro almenas en las esquinas en el que únicamente vivo yo. Allí todo es seguro. Vivir lo es, morir también. Dentro de sus límites geográficos no hay riesgos. Uno está a salvo de todo, en especial de sus propios errores, pues no hay nadie a quien dañar; uno está libre también de las agresiones, pues no hay nadie que lo pueda incomodar. Ausente casi de sí mismo, ajeno a los juegos de dados del viejo de arriba, el castillo es un pacífico lugar en el que se instala una quietud categórica.  

Es cierto que no se parece al territorio a menudo emocionante en el que la mayoría de las personas se recrea; no hay una cantina que alegre los sábados por la noche, ni una gran pantalla que alivie las tardes de los domingos. Pero tampoco concurren momentos de desesperanza, ni mucho menos horas de compañía impuestas por opresores de las relaciones humanas.

A Marc Brackett, probablemente, le habría gustado tener uno igual cuando era niño. Sufrió un intenso bullying en el colegio, y en casa las cosas no iban mucho mejor. Su padre quería que su hijo fuera un tipo duro como él, pero Marc estaba muy lejos de serlo. Por esa distancia entre lo anhelado y la realidad, el padre le gritaba y le castigaba. Bueno, por eso y porque no había desarrollado habilidad alguna para tratar y entender sus propios sentimientos, ni tampoco para comunicarse con empatía con los demás.

Bracket es ahora el director del Centro de Inteligencia Emocional de la Universidad de Yale y, como concede su entrevistador Pablo Guimón, es una de las personas que mejor conoce los sentimientos.

“Hay que dar al mundo permiso para sentir”, explica este doctor en Psicología. Pero no todos lo hacemos. Y eso que a la mayoría le consta que la salud emocional no es menos decisiva que la física. La ansiedad, el estrés y el fracaso caminan por sendas comunes, y todas huyen del permiso propio para sentir. Por eso, estoy pensando en abrir la puerta ovalada y, cuando a través de ella se adviertan los dos azules, arrojar la llave colina abajo.