Cuando vivía en la ciudad, de chaval, solía cortarme el pelo en una peluquería de señoras. A, el dueño, era un hombre grandote y calvo. Otro de esos calvos que confirma la regla: los mejores barberos gastan bola de billar, como si su circunstancia les hubiera empujado a dedicar toda una vida a los demás. En el caso de A no es metáfora. Se agarró a la tijera en París, cuando tenía dieciséis años.

La última vez que le vi fue allí, en su salón. Había regresado de un viaje muy jodido, que le había dejado chupado, consumido: el cáncer. Aunque se me olvidó pronto. Aquel cuerpo seguía exhalando voz de tenor y piropos fundamentados, lejos del oportunismo, de esos que verdaderamente halagan a una mujer. Hace dos semanas, durante un viaje relámpago, vi el letrero de la peluquería apagado. Pregunté. "¿A? Murió hace tiempo, ¿no te enteraste?".

Una respuesta fría, que suele resumir todos nuestros finales, uniformándonos, deshumanizándonos, convirtiéndonos en ceniza. Escalofría pensar que la épica, el amor, las pasiones, el dolor y el miedo que nutren cualquier vida siempre acaban, independientemente del sujeto, con una respuesta tan anodina, arrojada un día cualquiera: "¿No lo sabías? Murió". Y sigue lloviendo, como si nada.

A era uno de esos tipos que vivía sin más pretensión que ser feliz y hacer feliz a los suyos. También le gustaba pescar. Con esas tres metas recorría un sendero que se le acabó antes de lo que pensaba. Me acuerdo de C, su mujer, también peluquera, tantos años mano a mano en aquel local con ventanas a la ciudad vieja.

Por cierto, C era la envidia de las señoras que pasaban por allí. Muchas de ellas, supongo, no pudieron trabajar en su época. Y C no sólo trabajaba. Era admirada en vivo y en directo por su marido.

Hablar de A es hablar de todos esos hombres que, sin darse cuenta, a través de un oficio de cara al prójimo, hacen más habitables sus ciudades. No hay mayor bondad que la destilada por aquel que no pretende ser bueno, que lo es a secas. El bien que más cala en la sociedad no desfila en las pancartas, transita alejado de las reivindicaciones estridentes. Como A, que se fue de repente, sin alharacas.

Me gusta el espejo de A porque arroja una realidad cruda: la nobleza y la excelencia no dependen del contexto o los fuegos artificiales. Aparece con toda su plenitud en un peluquero de provincias, detallista tanto en el lavado como en el peinado, caballeroso de maneras casi decimonónicas, que despedía desde la caja registradora al grito de "¡llévate unos bombones!".

Inexplicablemente, tardamos poco en guardar estos espejos en el desván. El de A cabría colocarlo en el centro de un campo de fútbol, en la plaza, al frente de una marcha, ante el Ayuntamiento. Y junto al suyo, todos los de aquellos que llegan y se van sin ruido, dejando a sus espaldas una estela de verdadera humanidad.

Querido A: espero que tu nuevo lugar sea río y que las melenas del alma no escondan remolinos.