Una noche conocí a un tipo que me coló en el bolso una nota de amor escrita en el panfleto de una manifestación antitaurina, que estaba obsesionado con Entrevistas breves con hombres repulsivos, de David Foster Wallace, y que compartió conmigo una teoría bastante sólida para el color que presentaba el cielo en la hora que nos echaron del bar: él decía que el progresismo, de buena fe, ha acabado condenando la belleza a partir de la criminalización de la armonía, del repudio del canon. Me recordó a Camille Paglia cuando sostenía que el feminismo moderno se ha enfrentado a la hermosura, que no es más que una verdad eterna, como el David de Miguel Ángel. No hay que llorar por no alcanzar el rasgo ganador: basta con admirarlo.

“Supongo que odian la belleza porque es, sobre todo, una injusticia”, alegaba yo, blandiendo el cigarro. “¿Y la inteligencia, no lo es?”, respondía él. Tuve que ceder, muy a mi pesar. Hacía poco que un psicólogo me había contado que nuestra inteligencia nativa -que es también nuestra vulgaridad nativa- puede mejorarse sólo ridículamente en el transcurso de la vida. Es legítimo que intentemos desembrutecernos mediante la cultura, pero, al cabo, ésta modela más bien nuestra personalidad, no nuestro cociente intelectual de base. La fisionomía no es tan diferente al CI: condiciones que asumir, hechos sordos al milagro.

Uno es igual la forma de su nariz que su comprensión lectora, aunque lo segundo nos parezca más valioso, más trabajado. A veces me pregunto por qué identificamos a la gente con su cuerpo o con su cara, por qué pensamos que son eso, si jamás lo han elegido. Supongo que, nos guste o no, porque vivimos en nuestros genes. Intentar independizarnos de ellos sería rechazarnos a nosotros mismos.

Avanzaba la madrugada cuando el chaval llevó su defensa del canon aún más lejos y empezó a asegurar que es igual de respetable amar a alguien por su belleza que por su inteligencia: total, ambas vienen dadas. Por ahí sí que no. Yo recordé la primera vez que vi a un hombre desnudo tumbado a mi lado. Recordé sus lunares y sus brazos flacos, su reposo y su costilla marcada, como de cristo crucificado cerca del mediterráneo. Se le clavaba la luz del sol entre las persianas en la piel clarísima, y entonces tuve la rotunda certeza de que ninguna imagen antes me había conmovido así. Ahora sé que el proceso es inverso, que era hermoso porque yo lo quería, y lo sigue siendo hoy, cuando aún somos amigos: el tiempo ha tenido el decoro de conservarnos las ópticas aquellas, contaminadas por una ternura terrible. Qué guapos vamos a ser siempre, mientras nos queramos.

No ha dejado de ser así. Las cosas que más amé en la vida no eran perfectas -es posible que me haya pillado por los tíos más feos de España-, pero eran indispensables porque yo las elegí, las elegí constantemente, y volqué en ellas la complicidad intensa de los buenos tiempos y la más intensa de los peores. También me gustaban porque ellos se gustaban: eso pienso. Me gustaban porque no necesitaban que llegase yo a convencerlos de que eran buenos. Ya lo sabían. 

Dice mi colega José Andrés que lo importante no es ser guapo, sino creérselo; y esta semana vino una canción mágica a darnos la razón. Se llama Autoestima, del grupo Cupido, y reza la siguiente maravilla: “Mi papá y mi mamá me hicieron la cara demasiado bien; la gente linda como yo no suele caer bien, ser tan guapo no es tan guay como los feos creen. Y yo no quiero que me miren con envidia cuando me subo en el tren...”. El cantante, Pimp Flaco, -rosa tatuada en la frente- hizo en La Resistencia de Broncano una apología del gustarse, eso que ahora está tan mal visto. Y con su banda sonora andamos en bucle en este viaje.  

Sin buenismos: el primer amor era el propio. La actitud -la seguridad- era más excitante que la armonía. Por cierto, el obseso de Foster Wallace acabó besándome en una cafetería a primera hora de la mañana, sin ser yo canónica ni nada de eso.