En ocasiones parece que los profesores solo sabemos hablar mal de los estudiantes. Al menos, cuando nos dirigimos a un público ajeno al mundo de la docencia. Entre compañeros de claustro es bastante habitual hablar sobre los buenos grupos, y sin escatimar elogios. Sin embargo, en artículos, tertulias o conversaciones con amigos parece que solo nos sale lo malo: no leen nada, no saben nada, están todo el día como imbéciles con el móvil.

Quizá se deba a que esto es lo que esperan oír quienes nos escuchan: un lamento que se pueda elevar a categoría. Una queja que refuerce la idea de que las nuevas generaciones son un desastre. Ya se vio hace unos meses, cuando se hizo viral la carta de un profesor uruguayo que renunciaba a la docencia porque -decía- sus estudiantes ya no prestaban atención a nada que no fueran sus móviles. O quizá se deba, sencillamente, a que un comentario apocalíptico parece más serio y noticiable que uno que indica que el mundo marcha más o menos bien. Pero esta premisa se termina desmontando por sí sola: se invocan tantos casos de grupos que “no leen nada, no saben nada”, que lo verdaderamente noticiable empieza a parecer el encontrar uno bueno.

Y el caso es que, este semestre, yo he tenido un grupo muy bueno.

¿Qué hace bueno a un grupo? Desde luego, no lo que esperan los abonados al discurso del “no leen nada, no saben nada”. Para que un grupo sea bueno no es necesario que levanten la mano cuando el profesor les pregunta si han leído a Galdós, o si les suena un tal Heidegger, o si pueden decir en qué año terminó la Primera Guerra Mundial. Al fin y al cabo, si el grupo ya supiera lo mismo que el profesor, la propia figura de este dejaría de tener sentido.

Las cualidades de un buen grupo son más pedestres: prestar atención, hacerte preguntas de vez en cuando, esforzarse en los trabajos. Parece poco y, sin embargo, el efecto sostenido de estas pequeñas virtudes durante varios meses produce milagros, o al menos cierta euforia. Porque así se alcanza el principal placer que puede aportar la docencia: la sensación de que lo que haces, semana tras semana, está sirviendo para algo. Y esto pone en marcha un círculo virtuoso: el buen grupo mejora al profesor, las exigencias mutuas se retroalimentan, porque uno llega a un punto en el que su mayor miedo es defraudarlos.

Insisto en referirme al buen grupo en vez de al buen estudiante porque me sorprende que las novelas y películas que tocan el mundo de la educación se centren tanto en relaciones individuales: el profesor contra el estudiante brillante y/o conflictivo. La experiencia directa -al menos en mi caso- es bien distinta: lo que uno nota más no es tanto el valor de estudiantes individuales como el de la clase en general. En parte porque lo segundo alimenta lo primero. Todo grupo tiene sus estudiantes mejores y peores, pero el carácter general de la clase afecta el estímulo o el desinterés tanto de quienes están en los extremos como del estudiante medio. El aula como microcosmos de la vida.

No todo son nubecillas y arcoíris con un buen grupo. También puede haber fuertes dosis de ansiedad. Tras encadenar varias buenas clases seguidas a uno le asalta la angustia: esto no puede durar. En algún momento haré algo equivocado y los perderé. Y la duda tiene una base inapelable: uno es el mismo con los buenos grupos que con los malos. Uno tiene la misma gestualidad, el mismo conocimiento, la misma manera de conducir las clases con aquellos estudiantes que te miran atentos que con los que se pasan la hora leyendo el Marca en el portátil. Uno intuye, en fin, que hay algo de lo que está sucediendo que no tiene que ver con él sino con una extraña alquimia kármica; y solo puedes esperar que esta aguante. A veces no lo hace, y a veces sí.

La docencia es una montaña rusa emocional, y del mismo modo que dar clase a un buen grupo supone un placer inmenso, dar clase a un mal grupo es sencillamente horroroso. Y se entiende que lo segundo provoque más necesidad de desahogo que lo primero. Pero de vez en cuando tendríamos que recordar que los buenos grupos también existen, y que ni siquiera son tan raros. En parte para introducir una dosis de optimismo en la conversación pública y en parte porque, a veces, lo más serio que uno puede hacer es dar las gracias.