¿Cómo es posible que la primera potencia del mundo la dirija un hombre que no cree en Papá Noel? Ese debería ser un requisito imprescindible para presidir cualquier país, pero mucho más uno como Estados Unidos, tan influyente y decisivo en el planeta. Esa cualidad debería resultar tan exigible para convertirse en el individuo con más poder en el mundo como lo es nacer entre Nueva York y Los Ángeles.

Quienes rigen naciones no deberían albergar la menor duda sobre los renos, la barba blanca, los deslizamientos ágiles por la chimenea, el árbol iluminado. Creer en la magia. Si alguien pretende gobernar los sueños de los demás, ¿cómo se le puede eximir de entender y disfrutar de hechizos y encantamientos? ¿Cómo puede no estar convencido de que es posible? De que todo lo es.

La existencia está ya suficientemente plagada de desastres. Shit happens, murmuran a veces, precisamente, en ese gran y últimamente desviado país. Y es verdad. No hace falta demasiada dedicación para comprobarlo. Un paseo por las deliciosas páginas de Confesiones (Salamandra, 2018), es más que suficiente. El doctor Henry Marsh es anglosajón como Trump pero al revés que este, no solo cree en la magia, sino que a menudo la forja con sus propias manos, aún mucho más precisas que delicadas.

El neurocirujano inglés la fraguó cada día en el hospital de Londres donde operó miles de cerebros durante tres décadas; también en Ucrania, donde enseñó técnicas quirúrgicas allí desconocidas; o en Nepal, adonde iba regularmente a ayudar a su colega local Dev y, de paso, a reflexionar sobre sí mismo. En el camino, por supuesto, dejaba toneladas de bienestar en esos tres ámbitos geográficos tan diferentes.

Aún así, a pesar de la gloria, Marsh tiene confesiones que hacer. Todo neurocirujano arrastra un cementerio detrás, escribe en esas memorias fascinantes. Recuerda más los desastres, que se le adhieren a la piel y ya no le se van, nunca se le van, que las victorias con las que ha salvado vidas, mejorado vidas, dado vida. Éstas solo duran hasta el siguiente paciente, hasta que llegue la hora de enfrentarse al nuevo reto que espera en la habitación de al lado: ¿le salvaré la vida, se pregunta a veces, o se la haré más difícil, provocándole aún más miseria?

Marsh no querría construir muros, ni dividir familias en la frontera, ni aislar a los afortunados del Norte, con su botín, de los necesitados del Sur, con el suyo, éstos buscando una manera de sobrevivir y, entre otras cosas, una mejor sanidad, algo de sanidad. El especialista de Oxford vio numerosos casos que resultaban espantosos –por la falta de medios, por la tardanza en los diagnósticos-, en los países tercermundistas a cuyos ciudadanos auxiliaba, que en Londres o Houston habrían sido, en vez de una tragedia definitiva para los pacientes, solo una dificultad que superar. Enfermedades que, con la magia de las manos de Marsh o las de muchos otros en Occidente, acabarían desapareciendo igual que llegaron.

Pero este desierto existencial que compartimos contiene ahora al gran médico de Oxford en su jubilación consumada y a un presidente norteamericano que no cree en la magia. O, más bien, que no solo no cree en ella, sino que pretende, con su autoridad y su arrogancia, robársela a un niño de 7 años que la víspera de Navidad esperaba, sabiamente, la llegada de Santa Claus. ¿Pero aún crees en eso? le espetó el presidente por vía telefónica. Shit happens, debieron pensar los padres del niño. Porque sí, si la ignorancia se instala en el poder y consigue un teléfono, eso es exactamente lo que sucede.