Suelen decir los expertos en estrategia que no hay ningún plan que resista el primer contacto con el enemigo. Haciendo una analogía, no hay patraña —preferible esta hermosa palabra del castellano a posverdad, ese feo neologismo de moda— que sobreviva al primer encontronazo serio con la realidad. Era algo que ya podíamos intuir, pero hemos venido a constatarlo gracias al brexit, esa representación fabulosa de un arreglo alternativo que, tras obtener el de la población británica, ha tenido que recorrer el penoso itinerario hasta su puesta en práctica.

Está por ver, todavía, si el principio de acuerdo alcanzado esta semana terminará por convertirse en el tratado definitivo y vinculante que dé salida al atolladero provocado por la consulta que el ex premier Cameron, imbuido hasta la temeridad de su condición de gobernante con estrella, convocó para encontrarse con su transformación fulminante en político estrellado. En todo caso, el trecho recorrido hasta aquí ya nos ha dejado claras unas cuantas cosas, que exponen a la luz más desairada posible las paparruchas infames con las que embaucadores sin escrúpulos engatusaron a millones de votantes, hasta el punto de hacerles creer lo que los hechos han desmentido con contundencia. 

Habrá o no acuerdo, al final, pero queda acreditado que el asunto era cualquier cosa menos fácil: véanse las peleas feroces entre quienes tratan de llevar a efecto la salida de la UE. Y en el escenario más probable, que es la marcha acordada, al Reino Unido no le queda otra que aceptar, como mal menor, términos que llevan a preguntarse si en verdad los británicos no estaban mucho mejor donde estaban y como estaban hasta ahora.

Ha sido el brexit la primera quimera voluntariosa que ha colisionado con la consistencia implacable de lo real; la primera de entre las varias que vimos florecer en la segunda década del siglo, al calor de intereses casi nunca confesables y gracias al inestimable auxilio de ese peón de brega idiota que constituye la supuesta inteligencia colectiva materializada —y aturdida— en las redes sociales. Pero como sabemos todos, y en especial los que paramos por este rincón suroccidental de Europa, no es el único proyecto de redención sensacional ahora en curso. Hay unos cuantos más, en diverso grado de avance o fracaso, y son millones las personas que apuestan todo a esa carta fantástica y providencial que tahúres sin principios agitan ante ellas. 

Es difícil escarmentar en cabeza ajena, y a nada guarda el ser humano una lealtad comparable a la que profesa hacia sus propios errores, incluso cuando estos quedan al descubierto o sobre todo en ese momento. Pero harían bien los compradores de salvaciones averiadas en tomar nota de lo que les acontece a sus congéneres británicos. Al final, falsear las bases de partida de los experimentos no conduce más que a la frustración, y a pagar una factura que siempre se acaba recibiendo, tanto más onerosa cuanto más tiempo se haya pasado uno en Babia.