“¿Qué puede hacer España? No apoyar a las potencias que están financiando el fanatismo”. Quien así se expresa no es un experto en geopolítica, ni un tertuliano, ni un progre de tuit. Quien hace esa afirmación rotunda es el obispo de Bangassou, Monseñor Aguirre, treinta y ocho años en la República Centroafricana, cinco de horror tras la llegada del yihadismo a ese pequeño y pobre país que, para su desgracia, hace frontera con uno de los más ricos de África en recursos minerales: la República Democrática del Congo.   

Con esa afirmación acabó su conferencia alguien a quien le da igual hacer de escudo humano de cristianos o de musulmanes, y que sabe mucho de  “real politik”, no porque le interese, sino porque en África es inevitable que tu vida y tu muerte dependan de ella.

Monseñor Aguirre es consciente que nada hay más hipócrita que la política internacional, ni mayor cinismo que el que habita en las cancillerías, en los organismos internacionales o en los despachos de las grandes corporaciones. Puedes engañar a la gente de tu pueblo pero sabes que es fácil que se enteren  y que no te vuelvan a votar. Pero si mientes sobre tus intenciones respecto a otros países, y te desdices una y mil veces, difícilmente eso te pasará factura, salvo que los medios de comunicación de tu país se empeñen, y las fotografías de niños asesinados, según ellos por tu causa, en algún país lejano, se conviertan en tu peor pesadilla electoral. Pero si no es así, los efectos colaterales de la política exterior importan bastante poco a los votantes. Y los partidos lo saben.    

Por eso, cuando Merkel llama a que toda Europa deje de vender armas o material de Defensa en general a Arabia Saudí, sabe que su propuesta tiene el mismo valor que un Imagine frente a la sala Bataclan. Ella conoce perfectamente que no hay nada que hacer cuando se choca con una realidad que depende de la porción de la tarta que cada uno se lleva del negocio con el dictador, pero también con unos intereses estratégicos innegociables en un escenario totalmente polarizado y si de  España hablamos, con unos puestos de trabajo y sobre todo, con unas elecciones andaluzas. Así que, al menos en nuestro país, el hambre de los yemeníes o la respuesta al atroz asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi digamos que se juega en el Palacio de San Telmo.

Y si poco nos importa el Yemen, menos nos interesa que todo el Próximo Oriente en guerra o trasmutado en estado fallido,  sea el patio trasero de Irán, de Rusia, de Qatar, de Arabia Saudí, de los EEUU, de Turquía y de algunas potencias europeas. Y mucho menos nos conmueve lo que esos países, junto con China están haciendo en África, gracias a la connivencia –eso sí- de una clase política corrupta. Por no interesarnos, ni siquiera reaccionamos sabiendo que quien financia el terror con el que nos despertamos de vez en cuando en Europa, son esas monarquías del Golfo a las que –a veces sin necesidad- rendimos pleitesía.  

“Cuando dos elefantes se pelean es la hierba la que sufre” dice un proverbio africano. En ese continente no son dos los elefantes, sino una verdadera manada de paquidermos los que luchan por ese cofre del tesoro africano lleno de diamantes, oro, tantalio, cobalto y coltán, y “quien tiene el control del coltán tiene el control de la guerra”. En cuanto a la hierba, sólo de la República Centroafricana han huido 650.000 personas en los últimos dos años, una minucia comparada con el caos de migración interna en que se ha convertido el continente africano.

Con esa hipocresía que caracteriza a la clase política, ha tenido que ser el asesinato de cine gore del periodista Khashoggi el que despierte unas conciencias particularmente dormidas ante el avance del Islam radical en África y la financiación de grupos como Boko Haram, AGMI o Al-Shabbaab. Sobreactuación, diría yo, -y por qué no- mucha, mucha hipocresía.