Pablo Casado dice que este problema no existe. Que España no necesita aprobar una nueva legislación sobre la eutanasia. Pero se equivoca.

Durante miles de años la Humanidad ha ido muriéndose sin que haya podido hacer gran cosa al respecto. De hecho, todo el esfuerzo ha estado orientado hacia nada más que a posponer el instante. Objetivo significativo, desde luego, pero limitado también.

Últimamente hemos oído a algunos chiflados –¿o serán más bien genios?- que aseguran que, por vez primera en la Historia, se palpa cercano el final de la muerte. Que, dentro de unos años, podremos decir que hemos matado a la muerte.

Locura o genialidad, los estudios sobre el fin de la mortalidad existen, se mantienen en una vigencia plena y son cada vez más precisos y ambiciosos. Mientras eso sucede, o no, los que tenemos previsto morirnos querríamos hacerlo lo mejor posible.

Queremos, fundamentalmente, morirnos sin dolor y en paz. Estrellarnos contra la necesidad de quien nos creara efímeros, pero que el choque resulte asumible. Transitar a la otra barriada, si existe, envueltos en una atmósfera donde la armonía supere al padecimiento. Que la transformación se produzca en un contexto donde impere el sosiego, y no la turbación. Que, al final todo sea blanco, o negro; que haya o no un túnel, que esté o no Pedro con las llaves, que exista o no el infierno, y que haga o no calor allí, pero que el viaje sea, sino placentero, al menos indoloro y pacífico.

Y queremos más. También aspiramos a fallecer cuando pensemos que es adecuado. No pudimos decidir si queríamos nacer, ni cuándo, ni dónde. Ahora, estamos en proceso de poder decidir, al menos, en qué contexto, y cuándo deseamos morirnos, dadas unas circunstancias de salud orgánica tan adversas como irreversibles y supuesto, también, un entorno psicológico en el que prime la angustia.

Cuántas veces habremos oído que a alguien le sobraron los últimos meses; que ojalá esa mujer no hubiera durado tanto; que el final del abuelo fue un tormento indescriptible. En casos peores, no sobraron solo días o meses, sino los últimos años. En el colmo de la desgracia, casi toda la vida.

Ese último período vital, tal vez, pueda empezar a regularse. Morir es lo último que vamos a hacer. ¿No sería excelente disponer de la capacidad de poder expresar algo contundente y definitivo al respecto de cómo y cuándo? ¿No sería maravilloso partir sin mayor tragedia que la inherente al tránsito? Arropados por quienes se enamoraron de uno y le hicieron mejor; resguardados del desamparo que está a punto de invadir a quienes nos lloran, mientras compartes el momento irrevocable, el último aliento, con quienes quieres vivirlo, mientras este es, aún deseable.

Morir, los vitalistas, es lo último que queremos hacer. Pero para vivir una vida inservible, mejor tantear otras opciones: la que haya o, incluso, la nada. Eso, a menudo, mejora una condiciones en las que solo se resiste, con dolor y limitaciones a veces inconcebibles, y en contra de la propia voluntad.

La editorial Kailas ha publicado esta semana El último verano, el libro en el que la escritora  francesa Anne Bert reflexiona sobre su propia muerte. Atrapada por la esclerosis lateral amiotrófica, quiso vivir cada una de las horas buenas, y también las malas que eran llevaderas. Prefirió maximizar sus días buenos, superar muchos de los difíciles y saltarse todos los insufribles.

Por extraño que pueda parecer, el libro de Bert es positivista. Al fin y al cabo, ella también era una vitalista sometida a la finitud de una existencia cuya conclusión querría controlar; adoraba vivir, pero aborrecía el tiempo extra, ese que parece una prisión, ese que carece de sentido, ese en el que solo hay dolor, amargura y un horizonte en el que la única duda es cuándo, y el único deseo es cuánto antes.

La vida puede concluir cuando lo haga, sin artificio alguno, el último latido. O puede hacerlo cuando uno elija que lo haga dadas unas circunstancias que lo justifiquen.

Aunque a Casado le parezca que no hace falta, sería excelente que se establecieran unos nuevos parámetros legales para quienes prefieran decidir sobre sus últimos instantes, para que estos sean los que uno anhela, y no otros.

Anne tuvo que dejar su país y morir en Bélgica. Hoy, cualquier español tendría que emprender un viaje similar al suyo si tuviera la necesidad o el deseo de dotar de un determinado final, uno en el que prevalezca la dignidad y el confort, a sus instantes finales.

Ojalá que vidas y muertes como la de la escritora francesa contribuyan a sensibilizar a las sociedades que lo necesitan, y a sus gobernantes, al respecto de la necesidad de tramitar una legislación que permita la opción de que uno pueda decidir cuándo y cómo habrán de llegar sus últimos segundos.