Me di cuenta cuando nos cruzamos a orillas de la mezquita de Córdoba. Yo, guiri de ida y vuelta, estiraba el cuello por encima de la cola para fotografiar con un parpadeo los arcos granates del templo. Él, vecino de un portal cercano, se alejó con la vista a ras de suelo. Las rosas de El Retiro, por ejemplo, obligarían la misma escena, pero con los papeles intercambiados.

Es una cuestión de mirada. La rutina también podría contabilizarse con los arrebatos de belleza que uno deja escapar por culpa de la comodidad y el agotamiento. El regalo inesperado –un atardecer, una carretera vacía o un guitarrista en la Gran Vía– exige concentración. En contra de lo que pueda parecer, la imagen, por visos de perfección que arroje, no genera una reacción inmediata en el afortunado que se topa con ella. Reclama intención, corazón limpio, ganas de trascender…

Cuántas veces corremos hacia el Metro a pesar del sol naranja. Qué rápido pasamos las páginas de un libro por culpa de la ansiedad. Y con qué voracidad engullimos un plato de pasta olvidando que comer es fin, pero también medio. La prisa y el cansancio, la vida a trompicones, casi siempre nos condena a los ojos de niebla, incapaces de encontrar rendijas en la dictadura de lo cotidiano. Contra eso poco se puede hacer, más allá de soñarse Thoreau un ratito, exilio en una cabaña al borde del lago incluido.

Pero sí se puede exprimir la mirada antes de que sea tarde. El otro componente que la aniquila es la costumbre. La misma que me soliviantó en el paisano de Córdoba; exactamente la misma que le sublevaría a él si me viera dejar atrás el puente de los franceses. Cuando el novelista francés André Maurois regresó a Europa tras un año en norteamérica, le preguntaron: “¿Escribirá usted un libro?”. Respondió algo así como: “No. Doce meses han sido demasiados para documentarme”.

La rutina aplaca con vileza la curiosidad y eso no tiene vuelta de hoja. Unas veces tarda más, otras menos; pero sea cual fuere la duración del trayecto conviene arrancarle el mayor número posible de pulsiones y melodías. Todos vivimos poemas de cuando en cuando. La pena es que muy pocos los escriben. Por eso la buena poesía perturba. Porque tiene un efecto reflejo brutal en su lector.

Dice Miguel d’Ors que la felicidad consiste en tener la nostalgia a la espalda y el misterio, delante. Discernir ese “misterio” se antoja posible cuando el tiempo no ha resquebrajado la porción de humanidad que nos conecta con el lado oculto de la vida. El único que vale la pena y que casi nunca tiene que ver con la nómina, el curro o el sustento.

Da igual el sitio, no importa el lugar. Existe la tentación de condicionar la mirada salvaje a unas vacaciones, a un viaje lejos del lunes. Nunca funciona. Ahora mismo en las playas de Bali hay un tipo que no se dará una oportunidad hasta que viaje a Madrid. Mantengamos abierto el buzón de los recuerdos. Miremos al doblar la esquina. Mañana será demasiado tarde.