Se acaba de bajar del Metro, pero cuando las puertas están a punto de cerrarse pega un brinco y regresa al vagón: “Sí, vámonos de copas”. Además de una mochila con los bártulos habituales, este tipo –atrabiliario si sólo se puede elegir un adjetivo– protege con la obsesión de Gollum una bolsa negra donde refugia los cuentos de Ignacio Aldecoa y una botella de ginebra.

En agosto, Madrid es eso. Y el orden de los factores no altera el producto: buena conversación, el tintineo crepuscular de los hielos antes de derretirse, amigos de verbo contundente; y en definitiva, el plan improvisado al que lanzarse sin vértigo. El solitario disfrutará de la deserción de los usuarios molientes del subterráneo, de las ánimas del purgatorio en túnel –así las bautizó Umbral–, que permite al habitante agosteño pasar las páginas sentado. Ya se sabe: es mucho más duro leer de pie que vivir arrodillado.

Disfrutar de Madrid en agosto es cuestión de actitud. Las torres se han levantado, el termómetro marca treinta grados por la noche, muy pocos cogen el teléfono y, para colmo, los capataces exigen al obrerito estival el mismo rendimiento que un martes trece incrustado en noviembre. Todo eso está ahí y no queda otra que aceptarlo.

El proceso de adaptación encuentra una analogía cristalina en las aficiones futbolísticas. Para disfrutar de la gran ciudad en agosto –eso tratábamos de explicar antes de que aquel amigo volviera al Metro con una botella de ginebra– no hay más remedio que ponerse la camiseta de un equipo pequeño, perdedor, sin más aspiración que la de mantenerse en Primera o ascender desde Segunda. Esa resignación honesta ante la derrota es el primer paso para abrir la veda del disfrute: “Hemos perdido, esto es un infierno, pero oye, quizá marquemos algún golito”. Ser del Real Madrid -y en Madrid- en plena canícula no sale a cuenta.

Esos goles son la resurrección de los museos –ayer el Thyssen estaba a reventar–, la mesa libre en las azoteas en las que nunca pudiste sentarte, las ofertas en los restaurantes cuyos precios te despacharon el resto del año, un periódico en silencio, el político cainita cansado hasta para atizar al rival, el paseo en bicicleta sin miedo al atropello o la Gran Vía en plena siesta, disfrazada de señorona de provincias.

Esto quizá sea ingenuidad, puede que novelería, pero un rayo de solidaridad atraviesa estos días los supermercados, las tiendas, las oficinas y las avenidas. Unos y otros saben que el de enfrente está ahí porque no puede estar en otra parte. Lo mismo ocurre en invierno porque casi nadie vive como realmente le gustaría, pero el calor y el asfalto bañan las miserias en un existencialismo atroz. Ayer por la mañana vi cómo un hombre trajeado y una azafata de vuelo se abrazaban con lágrimas en los ojos. Sumidos en la dictadura de lo laborable -pero optimistas-, caminaban por una calle librada de multitudes cuando el grito feliz de un niño y el ruido de su chapuzón en la piscina les robó el éxito cosechado gracias a la mencionada “resignación honesta”; gracias a las virtudes cuasi teologales que aúna el seguidor de equipo pequeño.

Su llanto fue sincero, incluso legítimo, pero se levantarán. Saben que en este país de las envidias no hay otro lugar como el Madrid de agosto para –al dictado de Leopoldo Panero– “estar secretamente vivo en la tierra”.