Puigdemont telescrachea a Llarena después de haber avisado a Sánchez de que el "periodo de gracia" se acaba. Lo dice con el tono amenazante del prófugo, descacharrándose de España, y España -ahora- que sufre cada bravata del expresident con un miedo imprevisto: quizá porque al español de bien ya le han colado demasiados goles.

Ocurre que el relato da vueltas insospechadas, y aquel radical timorato que medio bendijo la CUP en su día, aquél que fue héroe y después tirano y después maletero y después exiliado, ya tiene al Estado donde quería. Con 84 diputados, Sánchez viene entregando España y hasta el hígado, pero con 8, el nuevo PDeCAT va camino de la conquista del Estado -el español- por la vía de la parálisis.

Lógico, pues, que todo venga por Sánchez y su diálogo. Por Sánchez y la Moncloa abierta y reformada para que el supremacismo se lleve lo que quiera, para que nos deje en taparrabos y a dos velas y con el Cristo en medio. Que bendito sea el diálogo bilateral con Cataluña, y que cuánto sufren los presos, y qué corto son los vis a vis.

Porque que Puigdemont coaccione a España de esta manera no es culpa ni mía ni suya, lector. Habría que preguntarle a Soraya por su operación diálogo o al del CNI el día en que el pájaro @KRLES voló de España. Y Puigdemont nos chulea, asegura que su república acabará en breve en la ONU, y entendemos que @KRLES ande crecidito: jamás se vio en una de éstas. Los políticos catetos siempre apuntan alto por contraste, y Puigdemont es ya Historia reciente de Cataluña; por la fuga de empresas y por sus emocionados vídeos.

Es evidente que Puigdemont ha entrado en el Congreso, como cuenta la leyenda que uno lo hizo a caballo u otro con tricornio. Puigdemont lo ha hecho a distancia y quizá a lomos de lo que las sufrientes ministras del Gobierno llaman "la distensión".

Proclamar la república en las narices de un Sánchez tan encajador va pasando de ser un desiderativo a una posibilidad tangible. Dudo qué España le vendió el presidente a Macron en estos días en que ha oxigenado su mente -tan dialogante- entre Castellón y Lisboa.

La clave ya no está en los gestos a los golpistas en un resort del Maresme, sino en que la Generalitat en Bruselas cae a tiro de piedra. Quedan lejos los días aquellos en que nos acunaron con la fuerza del Estado de Derecho y las bondades del 155 blando.

En menos de un año conociendo la decadente Europa de las Luces, Puigdemont se nos ha vuelto todo un estratega; de tonto útil a caudillo sólo median unos meses de exilio, un chalet de dudoso gusto.