Pocas cosas me gustan más que el teatro de improvisación, "Impro" para los amigos. Así que allá que me voy yo el pasado sábado a disfrutar de ese despliegue de velocidad mental y creatividad, en plena Gran Vía madrileña. Una parte del espectáculo consistía en invitar al escenario a una pareja del público, que tenía que explicar cómo se habían conocido, cuál era la mejor cualidad de su compañero y qué era lo que no les gustaba al uno del otro. Y allá va y dice ella, muy resuelta: NO ME GUSTA QUE SEA CATALÁN.

Anda que no.

Y cuando todavía me estaba recuperando de tal afirmación, el público empieza a aplaudir como si no hubiera un mañana.

Dónde estoy y por qué me han traído aquí.

A todo esto, uno de los actores, compartiendo cara de póker con el catalán del escenario y con esta que escribe (que también es catalana, pero eso es lo de menos), le pregunta a la individua: "Perdona, ¿no te gusta que haya nacido en Cataluña?".

A lo que ella, ajena totalmente a la gilipollez supercalifragilística que acababa de soltar por su boca, aclara "Bueno, no me gusta que hable en catalán, que no le entiendo". Querida, me da que el castellano tampoco lo dominas demasiado.

El caso es que se mezclaron en mis entresijos la vergüenza por ser parte de ese público enardecido, la incomprensión más absoluta en cuanto a la escena completa y las ganas de gritarle al chaval: "Olvida su nombre, su cara, su casa y pega la vuelta".

Recordando ahora el episodio teatral me entra una tristeza tremenda, la misma que apareció el día en que mis dos banderas cubrieron, de repente, los balcones del lugar donde vivo y del lugar de donde vengo. Porque los colorines están muy bien cuando unen y alientan, pero estos me excluyen y me dividen. Como a tantos.

Oigo hablar, aquí y allí, de un conflicto histórico que para mí nunca existió, y eso que viví "allí" durante treinta años. Es verdad que Babia y yo somos una, pero creo que de algo me habría enterado. Estudié en la Facultad de Derecho, que siempre ha sido muy de las reivindicaciones y las revueltas. Pues oye, ni mú en siete años de carrera. Y es que la memoria es muy caprichosa y muy de la conveniencia. Que ahora va bien que nos peleemos, pues allá va un ramillete de tíos listos y nos convencen de que esto ha sido una batalla campal de toda la vida de Dios. Y siempre hay gente dispuesta a odiar lo que contempla como ajeno, sea una sardana o un chotis. Qué más da, el caso es remover bien la mierda, que apeste, que disimule el olor de lo que hay debajo.

Muchos, con todo este sarao del procés, nos sentimos cómo esos niños que, interrogados sobre si quieren más a mamá o a papá, contestarían "¿Tú eres tonto o qué te pasa?". Pero no a todos les pasa lo mismo, algunos se posicionarían sin dudarlo, y me viene a la mente mi amiga Anna, a la que su hermana le aclaró que "Pase lo que pase, yo te quiero igual". Qué más da cuál de las dos es separatista y cuál no. Hasta ahí llega la peste, hasta ahí llega el sinsentido.

Y parece que ese radicalismo es mayoritario, pero muchos no necesitamos aclarar a nuestros seres queridos que seguiremos amándolos sea cual sea su ideología. Muchos entregamos nuestra amistad sin condicionarla al Estatut, a nuestro ADN o a qué periódico se lee en tu casa los domingos.

Esos muchos somos la mayoría, aunque no se nos oiga. No hacemos ruido PORQUE NO APLAUDIMOS.