Hace poco un señor me dejó una nota entre las primeras hojas de mi novela, que, entre otras cosas emocionantes, pedía que fuera yo quien hiciera de celestino y que desde la dedicatoria le pidiera matrimonio a su chica. Su chica estaba allí, sin saber qué estaba pasando. Mientras tanto la vida podría titularse. Mi cara en ese momento. La que estáis imaginando.

Rebobino para saborear el instante.

Una chica y un chico pasados los treinta, discretos, que iban nerviosos al encuentro con el autor. Y el autor era yo. Daban un paso, hojeaban el libro, contaban los lectores que les faltaban para llegar a la mesa, miraban el reloj… Llevaba ya un buen rato firmando libros y me había fijado en esa pareja, entre lectores y lectoras. Ahí estaban. Esperando y mirándose.

Por fin. Llegó su turno. Ella se quedó rezagada con las manos entrelazadas en el vientre mientras el chico me entregaba el ejemplar de la novela al tiempo que lo abría por una determinada página.

“Toma”, me dijo.

Ahí estaba la nota: “Este es el regalo para mi futura mujer, te lee mucho, eres su autor; yo quiero casarme con ella y me gustaría que fueras tú quien se lo deje escrito en la dedicatoria. Ella no sabe que le voy a pedir matrimonio con este libro”.

Lo releí varias veces emocionado hasta la última palabra y le miré. Supongo que pensó que me negaba, o que le juzgaba por la osadía, o que no encontraba las palabras para empezar a firmar aquel momento que con los años será su historia. Era esto último. No había verbos para organizar la frase, ni sujeto, ni predicado, ni adverbios de tiempo ni posibilidad de encontrarlos.

Su silencio, el mío y el de la chica esperando unos metros allá.

Qué escribir. ¿Cómo firmar lo que será un “para siempre”, esa dedicatoria que quedará unida a una fecha y a un amor?

Me tembló el bolígrafo. Y las neuronas formaron círculos como sardanas en mi cabeza, aunque yo imaginé constelaciones, mientras el chico bajaba la barbilla para disimular las intenciones de aquella firma a su amor. Ella, junto a la columna de libros, sonrió. Y en ese momento solté el bolígrafo sobre la mesa. No podía escribir.

-¿Es tu chico?, dije en voz alta para asegurarme.

-Sí -respondió tímidamente ella. Quiere regalarme el libro.

-Y tú -pregunté mirándole a él-, ¿sí? ¿Se lo quieres regalar?

Ambos asintieron.

-¿Puedo decirlo en voz alta? –pregunté. Él sonrió dándome permiso. Yo seguí:

-Pues… lo que este libro ha unido, que no lo separe el hombre. Te quiere. Y quiere casarse contigo.

Eché de menos una banda sonora aunque el aplauso de decenas de lectores hizo de sinfónica. Sonrieron, se besaron y sellaron su amor con el libro y en medio de lectores desconocidos que agitaban sus firmamentos. Yo, con un nudo de felicidad en el pecho, deseé ser ellos. La novela estaba sucediendo en directo. Allí mismo. Fuera de los capítulos, de las guardas, de la cubierta de mar. Y tuve la sensación de que, testigos de esa emocionante y extraña petición de boda, una ceremonia en una casa del libro, desde las estanterías sonreían Ana Karenina, Max Extrella, Guillermo de Baskerville, Penélope Stern, El Nini, la Maga, Alonso Quijano, Ana Ozores o Justo Brightman. Todos, personajes y lectores, fuimos testigos de un día de amor.

Prometí recordarlo. Pero como la cabeza irá tiñéndolo todo de beige, quiero que se quede aquí, como fe de notario. En esta columna. El autor certifica que todo aquello fue envidiable, bello y muy correspondido.