El sueño europeo de la segunda posguerra mundial sigue en construcción, lento y deslumbrante como una catedral. Entre tanto, el continente se ha ahorrado guerras devastadoras, a juzgar por la letal primera mitad del siglo XX. También ha garantizado prosperidad, bienestar y libertad. Si nos hemos de fijar en los valores de los padres de Europa, el éxito debe tanto a la Ilustración como al humanismo cristiano. Una feliz combinación que conjuró los demonios observados por una parte de la escuela de Frankfurt en las Luces desnudas.

A otra parte de esa larga escuela obedece el “patriotismo constitucional”. Pensadores alemanes que daban por muerta a su patria tras el nazismo, tras el Holocausto. Solo cabía reconocer una patria homónima a la difunta dentro de los límites de una Ley Fundamental avalada por los aliados, sus debeladores. La consecuencia es enjundiosa: su patria es un Estado, ya no una nación.

Por eso no cabe esgrimir en España ningún “patriotismo constitucional”, aunque se sobreentiende en quienes lo invocan el deseo de un patriotismo limpio de nacionalismo. Una nación, aquí sí, sin nacionalismo. ¿Habrá que subrayar que reconocer lo primero no fuerza a lo segundo, esa malhadada ideología decimonónica? España, a diferencia de la Alemania que entiende Habermas, no ha muerto nunca desde que nació. Su origen como nación queda al gusto del lector. Yo lo veo en Roma, pero eso no importa. Vamos a su Estado, el primer Estado moderno del mundo: presenta una evolución accidentada pero ininterrumpida desde que se empieza a organizar con los Reyes Católicos sobre pautas medievales. Y hasta hoy.

El sueño europeo, dijimos, sigue en construcción. Desde el primer momento, avanza imponiéndose a particularismos, a nacionalismos, a fuerzas centrípetas estatales y a ostentadores de privilegios domésticos. A menudo compromete el futuro en el sentido deseado empezando la casa por el tejado. Por ejemplo, fue la creación del euro lo que ha tirado, y tira, de armonizaciones bancarias o fiscales. No al revés. La cosa tiene su riesgo; la aventura y la ventura europeas no tienen nada de fácil.

Hay un error del que no se recuperaría, uno que no solo invertiría las fuerzas integradoras, sino que derrumbaría entero el edificio de la Unión, que guarda un polvorín en el sótano. ¿Y cuál sería ese error fatal? La permisividad con brotes nacionalistas decididos a romper Estados miembros por la vía de los hechos consumados. Hay demasiados demonios dormidos en Europa. Hoy por mí, Estado alemán; mañana por ti.