El vuelco de un tráiler cargado de elefantes en la A-30 ha puesto a prueba la capacidad de asombro de un país reticente a la sorpresa. Puigdemont y sus muchachos hicieron del viejo asunto catalán un estado mental propenso a la psicosis, la paranoia y la histeria, así que España parecía refractaria a la emoción. Hasta lo de los paquidermos.

Hemos visto a gobernantes de una región rica mofarse de los tribunales y delinquir hasta entrar presos o darse a la fuga como rateros. Hemos visto a la derecha nacionalista y plenipotenciaria renunciar al autogobierno para abrazarse al resentimiento de quienes quieren volver a convertir Barcelona en la rosa de fuego. Y hemos visto a chicos y chicas que no conocieron los crímenes de ETA emular la estética borroka para mantener vivo el procés quemando contenedores.

Que un país sometido diariamente a estas tensiones se haya conmovido por un accidente con elefantes implicados -una hembra murió en el siniestro- resulta en cierto modo reconfortante. Demuestra que siempre hay un margen para la fascinación y que la emoción se sobrepone al entumecimiento.

Decía Buñuel que salir a la calle con un revólver y disparar a la multitud era un acto surrealista por excelencia. Se entiende que nunca vio elefantes en una autopista manchega, escoltados por la Guardia Civil, mientras decenas de curiosos se aproximan con paloselfies. No se me ocurre mayor subversión de la realidad.

Este asunto extraordinario ha desplazado de las portadas la "hora grave" -que dicen los indepes- de Cataluña por derecho propio. También ha elevado una anécdota del presente a la categoría de esas situaciones fascinantes que, en el fragor de grandes acontecimientos, quedan relegadas al desván de la historia hasta que un día son rescatadas por la literatura o el cine.

En El ruido de las cosas al caer, Juan Gabriel Vásquez rememora la emoción con que los niños de Bogotá, recién caído Pablo Escobar, se adentraban en Hacienda Nápoles, donde los animales del zoo particular del narcotraficante fueron abandonados a su suerte. Jonathan Little termina Las Benévolas con una persecución en el zoo de Berlín, derruido por las bombas y donde las fieras campan a sus anchas. Y en la Biblia -también en la película Magnolia- suceden lluvias de ranas.

La historia de los elefantes desorientados sobre el asfalto en Albacete es trágica y lisérgica, y devuelve a las tierras de La Mancha el esplendor de los molinos que un día fueron gigantes iracundos. También ayuda a resituar el orden de las prioridades. Vamos, que habrá que acabar de una maldita vez con la explotación de animales en los circos, una vez Puigdemont entre en la cárcel.