Cuando en España navegar por internet era un horizonte fascinante por impreciso, y no la andanza ordinaria de ahora, los gurús más optimistas anunciaron la inminencia de un nuevo orden. Los ciudadanos, en tanto que individuos ilustrados e interconectados, tenían a su disposición el canal perfecto para voltear las jerarquías habituales con la fuerza de un clic: los consumidores, conscientes y empoderados, embridarían el capitalismo.

Millones de usuarios organizados doblegarían a las multinacionales -y por tanto a los gobiernos anejos- decantando consumos para premiar buenas prácticas y castigar comportamientos avaros o inconvenientes, según una concepción del mundo basada en la solidaridad, la fraternidad, la libertad de expresión y el respeto por el medio ambiente.

Muchos jóvenes, incluso los más hobbesianos y descreídos, entreteníamos las tardes en los bares del campus perorando sobre el poder del “consumo coordinado” a través de internet; una palanca susceptible de mover el mundo -por supuesto, en la buena dirección- porque la Red -así con mayúscula- era un motor de la revolución tan efectivo como la guillotina pero sin sangre.

Luego llegaron Facebook, Twitter e Instagram y empezó una extraña borrachera caracterizada por una especie de aislamiento exhibicionista, valga la paradoja. Y ahora que estalla el Facebookgate comprendemos “en lo que estábamos metidos”, como dicen los adictos reincidentes.

Millones y millones de personas mostrando su vida y la de sus familias, reinventándose a base de likes y emojis, y poniendo su alma en almoneda sin más usufructo que la vanagloria, tantas veces aderezada de un penoso ridículo.

Claro que las redes son fantásticas, por supuesto, pero esto no va de eso. La cuestión es si, además de pertenecer a una organización tan puritana y febril como para censurar la teta redentora de La libertad guiando al pueblo y la tupida hendidura de El origen del mundo, nos va a dar igual que un posible uso espurio de la información personal que entregamos a la Red acabe siendo el talón de Aquiles de las democracias liberales.

Gracias a esa impúdica ingenuidad que se trafica en ca' Zuckerberg es muy probable que los malos hayan convertido el cielo prometido en un diluvio implacable. Todo indica que los datos privados de cincuenta millones de personas se usaron para interferir en el referéndum del brexit a favor de la ruptura, para convertir las presidenciales de EE.UU. en un tiro al pato para el inefable Trump, y para que el maquiavélico Putin jugase a su antojo a desestabilizar el mundo.

Las explicaciones de Facebook no convencen, y para muestra el desplome de la compañía en los parqués. Además, resulta tan osado dar por hecho que la red social pudo hacer negocio con esos datos como aceptar, sin más, que carece de responsabilidad en  la filtración.

La duda de si Mark Zuckerberg rendirá cuentas en el Parlamento británico o en la Comisión Federal de Comercio de EE.UU. es lo de menos. Tampoco parece relevante si el ídolo pasa a ser considerado un villano. Lo trascendental de esta historia es si algo va a cambiar ahora que entendemos que somos simples peleles en una distopía cibernética.