Un niño muerto y un país en vilo. Ya para siempre la imagen de la madre mirando con temor anticipado a la presunta. Otro 11 y otro marzo, cuando de verdad se va haciendo la Historia con ausentes e inocentes. Hay que pensar en Almería, en los límites de la maldad humana en aquellos desmontes polvorientos del Sur que hoy son barro y lágrimas. Allá, no muy lejos de donde Lorca puso los relinchos trágicos de su Bernarda. No podemos juzgar en caliente, pero al menos sí se nos permite todavía llorar en caliente, que puede que la rabia y el sabor a metal por un niño asesinado sea de los pocos privilegios que nos van quedando como cotizantes y sufridores.

Las redes daban espacio y tripas a un pueblo, el español, que acostumbra a que por marzo lo dejen sin futuro con un ángel, Gabriel, al que el martirio encontró en un maletero. Hay luto de pescaditos de móvil en móvil, y los presentadores más morbosos del espectro catódico van haciendo caja de una autopsia que mudará a ataúd blanco, tan temprano.

Cuentan que a duros policías se les ha visto llorar de rabia o de impotencia, porque es ésta una labor para la que el alma de un pistolo nunca está suficientemente pagada. Alguien ha vomitado agarrado a un almendro al borde de la rambla. Ahora toda España se llenará de pececitos, sí, y recordaremos a otro mártir al que han privado del mañana. La amarga memoria del crío andará en las conversaciones del café, donde la Justicia se arregla con un garrotazo y dos lugares comunes.

Con la muerte de Gabriel se nos vuelve a caer de nuevo la edad de la inocencia, quizá porque de los lodos del Guadalquivir a los barrancos de Almería, pasando por Alcásser, España es un cortijo para que el mal esconda la muerte y para que Lobatón nos lo cuente con una voz profunda que quizá no sea de este mundo. Entre el dolor y la rabia hay espacio para la memoria y un presumible culebrón donde hallarán petróleo los amantes de las vísceras.

El crimen fue en Almería, Gabriel no recorrió esos 100 metros y todo se resolvió otro 11 marceño en que perdimos la voz y la palabra; fue cuando Gabriel y todos los que aún vivimos volvimos a perder para siempre el Paraíso. Sabemos que Ana Julia Quezada será el chivo expiatorio de una sociedad aturdida, y a estas alturas lo comprenderemos con la presunción y esos lugares comunes que siempre nos recuerdan los mojigatos.

Hay que dejar que la España 4.0 digiera el mal y crucifique a los presuntos culpables en la medida de sus posibilidades: sólo así se llega a algo parecido a la catarsis ahora que me estremece, frente al televisor, otro déja vu de catafalcos blancos. El espanto y ocho años. Y un periodista, yo mismo, poniendo en prosa el horror cotidiano.