De mis cuatro bisabuelas, tres fueron mujeres trabajadoras. Obreras, obviamente. Visita fue churrera, y también vendió en las ferias productos de su pequeña huerta. Teresa era modista. Catalina trabajaba en el campo. Las tres de sol a sol, sin seguro, sin vacaciones, sin nada más que su empeño y la necesidad de sacar a sus hijos adelante.

Mi familia está llena de mujeres así. Mi tía abuela Maruja era enfermera. Con 16 años andaba por las aldeas de Lugo poniendo inyecciones. Ahora, a punto de cumplir los 93, sigue conservando el ojo clínico que la llevó a ser jefa de enfermeras en un hospital público. Mi otra tía abuela, Cristina, era costurera. Su hermana Marina, la pequeña de ocho hijos, era extraordinariamente lista, pero mis bisabuelos no podían comprarle los libros que necesitaba para sacarse el bachiller.

Una vecina de su edad accedió a prestarle los suyos, así que cada día, cuando se hacía de noche, mi tía abuela recogía aquellos libros prestados y estudiaba sobre ellos hasta la madrugada. Llegó a ser directora de una biblioteca, y quedaron a su alcance todos los libros que tenía que contentarse con desear cuando era niña.

Mi tía Cándida, que tiene ahora 90 años, estudió Biología y trabajó en el instituto Pasteur. Mi tía abuela, Enriqueta, tuvo un bar y luego una zapatería. Vivía encima del local, y mientras los clientes se probaban las zapatillas, ella subía corriendo las escaleras para vigilar el cocido. Mi abuela fue sombrerera, y luego regente de un estanco. No tenía estudios, pero llevaba los libros de contabilidad con rigor absoluto.

En vísperas del 8 de marzo pienso en todas esas mujeres. En su lucha tenaz. En las mil y una dificultades a las que tuvieron que enfrentarse. Pienso en Marina, estudiando a trompicones en libros prestados. En Cristina, que aprendió coser siendo una niña. En Visita, que vendía churros en un portal miserable a los marineros del puerto de Villagarcía. En Maruja, con su delantal blanco, recorriendo carreteras embarradas para poner inyecciones de penicilina. En Cándida, que quiso ser científica en el Lugo de las posguerra y se fue a París, sola, con una maleta de cartón. Todas ellas fueron mi ejemplo y mi referente, acreedoras de mi admiración y mi respeto.

Este jueves pensaré en ellas más que nunca, porque gracias a que hubo mujeres así yo tengo derechos con los que nunca soñaron. Y porque del trabajo que hagamos ahora depende que las niñas de mañana miren con cierta compasión esta época de techos de cristal, diferencias salariales y tantas cosas que impiden alcanzar la igualdad plena.