Hace un montón de años compré en una galería de Londres un cartel publicitario original de Annie Hall, sin duda la película que más veces he visto en mi vida. Recuerdo que, aún mucho antes de esa adquisición, solía quedar con mi gran amigo de la adolescencia solo para verla. Quizá ingeríamos alguna droga blanda, de escaso riesgo aunque potentes consecuencias, y la veíamos una y otra vez, riéndonos con cada chiste y reflexionando con profundidad -eso creíamos entonces- sobre cada frase sagaz que surgía del guión, que eran muchas. Al día siguiente, volvíamos a vernos, y, con frecuencia, de nuevo teníamos a Annie Hall en la única pantalla que existía entonces, la de la televisión.

Así nació mi enorme admiración por Woody Allen, que se agigantó tras algunos visionados, también múltiples, de Manhattan y de Interiores, y la lectura de su Sin plumas. Allen era, sin duda, superlativo.

Además, sus mujeres más conocidas, Diane Keaton y Mia Farrow, no hacían sino reforzar mi admiración por el cineasta, porque ellas también parecían admirables. ¿Quién no adora a la deliciosa Louise Bryant de Rojos, o a la Kay Adams-Corleone de El Padrino? Keaton era -es- prodigiosa.

¿A quién no cautiva, en su ingenuidad y su ternura, la protagonista de Hannah y sus hermanas? ¿Quién no se rinde ante una mujer que ha tenido 14 hijos, diez de ellos adoptados, algunos en comprometidas condiciones de salud? Farrow era -es- asombrosa, incluso más allá de su elevadísima calidad cinematográfica.

Sí, sin duda, sus parejas amplificaban el encanto de un tipo que se ganaba el favor femenino con su ingenio mucho más que con su físico, y cuya capacidad de creación -¡una película al año!- también multiplicaba la disposición de cualquiera para sentir que debía idolatrar a semejante genio.

Pero entonces llegaron ellas: las acusaciones. El director de Brooklyn, que era la pareja de Mia Farrow aunque vivían en casas separadas, empieza a ver a menudo a Soon-Yi, hija de Farrow. Ésta, un tiempo después, descubre fotos de Soon-Yi desnuda en casa de Allen. Él reconoce que hace "semanas" que se acuesta con la joven, que entonces tenía 20 años (Allen 56), y todo estalla. Parecía que la situación no podía ser más tenebrosa, pero no es así: poco después surgen las revelaciones de Dylan Farrow, que asegura que el cineasta abusó de ella cuando tenía 7 años.

Allen lo niega y los investigadores del caso, médicos expertos de un hospital de New Haven, concluyen que la niña no ha sufrido abusos. Además, el hermano de Dylan, Moses, señala que la teoría de su madre sobre los abusos es imposible y afirma que él mismo ha sido testigo de que Farrow ha manipulado a su hermana para que cuente esa historia.

Quizá lo más asombroso de todo esto sea lo que pasa después: el hijo único biológico de Allen y de Farrow, Ronan, -¿o tal vez no lo sea, como sugiere Mia, señalando la potencial paternidad de Frank Sinatra?-, se convierte en el periodista que provoca la caída del poderosísimo productor Harvey Weinstein y, más importante aún, se inicia así la revolución del #MeToo que inunda medio mundo y que acaba afectando al propio cineasta neoyorquino.

Ronan considera moralmente reprobable la conducta de su padre, que es también su cuñado. Se vea como se quiera, y por mucho que uno siga amando Annie Hall, resulta difícil no darle la razón.

El cartel publicitario londinense, enmarcado en rojo, permanece colgado en una de las paredes de mi casa. Pero ya no representa la frescura, la innovación, la inteligencia, la perfección del guión o una interpretación portentosa. Ya no me recuerda solo aquellas tardes con Carlos, tan prometedoras, ni tampoco evoca solamente a la que tal vez sea la comedia más lúcida jamás filmada.

Ahora, me conduce, irremediablemente, no a Allen sino al movimiento que lucha contra los abusos a la mujer; uno cercano y necesario con el que resulta sencillo identificarse. No puedo, tampoco, evitar sentir dificultad al advertir la imagen; cada vez la veo más lejana, y menos amable. Imagino que no tardaré, #MeToo, en alejarla de mi vista.