Con la desaparición de Interviú el periodismo echa otra palada sobre su propia fosa y los niños de la Transición escupimos -colmillamente- sobre los desperdicios de nuestras ilusiones malogradas; sobre la ingenuidad marchita.

Resulta presuntuoso glosar la contribución de Interviú al periodismo, cuando el periodismo era el oficio más bonito del mundo. Y basta recordar que por ahí anduvieron Cela, Vázquez Montalbán, Raúl del Pozo y Millás para dar por sentado lo mucho que supuso la revista de Antonio Asensio para la edad de plata del columnismo.

Sin embargo, tengo la obligación sentimental y memoralística de esbozar lo que significaron sus portadas para toda una generación de zagales salaces en plena revolución hormonal porque la vocación elegíaca forma parte de nuestras señas de identidad y porque las exequias de Interviú dan bula para ajustar cuentas con una de las férulas más absurdas del revisionismo pazguato de esta era líquida -de liquidación, se entiende-.

Leo que los desnudos de Interviú son ahora patrimonio feminista -¡que se prepare el As!-, de lo cual se infiere la voracidad del Movimiento y lo baratita que sale la escarapela. Así que aprovecho el deceso para reivindicar con esa alegría revolucionaria que subyace en la sana nostalgia aquellas míticas portadas de mi pubertad.

Porque dieron al destape una coartada intelectual. Porque -luego lo supimos- la lubricidad era señuelo y zaguán del periodismo. Porque esa mixtura de información de calidad y mujeres desnudas es irrepetible por mucho que el feminismo practique ahora de plañidera. Porque sus modelos fueron una ventana abierta al relajo en los talleres proletarios y en las cabinas de los transportitas, cuando los putos franceses nos volcaban los tomates. Y porque todos tenemos una deuda con nuestras mitomanías.

Yo empecé a leer Interviú con las poluciones primeras en la trastienda de una carpintería en Lorca: mi tío Pepe tenía una pila y, francamente -niño pobre de la posguerra como era- no me lo imagino atesorando reportajes. Era un tiempo prehistórico en el que, como no existía internet, los chiquillos aliviábamos la lascivia con una revista a la altura de las rodillas.

De aquella época me quedó una extraña devoción por la revista que, a la postre, me ayudó a recordar sus portadas estelares con la dedicación de un coleccionista. Aún no había leído la catalogación de tetas de Ramón Gómez de la Serna, pero aprendí a apreciar, gracias a Interviú, algunas maravillas de la zoología y el espectáculo. Los senos breves de aureola libertaria de Marisol. Los senos orondos y aristocráticos de Cayetana de Alba. Los senos lorquianos verde aceituna de Lola Flores. Los senos místicos de Concha Velasco. E incluso el seno bizco de la cantante Sabrina.

En el instituto un profesor progre nos hablaba de los paisajes de Turner y Constable, y de los bodegones humanizados de Arcimboldo. Pero, pura pasión adolescente, yo nunca vi mayor concentración de naturaleza y armonía que aquella portada mítica en la que Natalia Estrada hacía el saludo al sol en Interviú.

Por todos aquellos momentos, salve revista mítica, he aquí un humilde obituario. ¡Hasta siempre, Interviú!