La determinación de las autoridades de Madrid de subir a una drag queen a la Cabalgata de Reyes de Vallecas y el empeño de las asociaciones y grupos independentistas por convertir la de Manresa en un homenaje a su causa tienen un denominador común: la falta de civismo. Porque cívico es, por definición, quien se preocupa por el conjunto de los miembros de la comunidad. Ciertamente no morirá nadie aquí de un infarto al ver a un travesti en una carroza ni allá por toparse con multitud de lazos amarillos, pero desde un punto de vista ético unos y otros quedan señalados. Lo curioso es que ambos pretenden encima actuar desde una cierta superioridad moral.

El sentido de las grandes manifestaciones públicas es crear comunidad. Sirven para unir a una ciudadanía que, por su propia naturaleza, es heterogénea y diversa. No por casualidad en la antigua Atenas se invitaba a todo el pueblo a las representaciones teatrales: ricos y pobres, atenienses y metecos. Los inventores de la democracia sabían que era crucial extender los vínculos y la cohesión entre los individuos. Es el zoon politikón aristotélico, o sea, animal de polis, ser en comunidad, porque solo las bestias y los dioses pueden vivir de espaldas a los otros.

Una cabalgata de Reyes es el pueblo reunido en torno a una tradición. Carece a estos efectos de importancia que la tradición tenga un origen religioso o pagano. Lo sustancial es que permite que dejemos a un lado nuestras diferencias, por profundas que sean, para celebrar algo juntos. Los munícipes madrileños y -muy especialmente- los separatistas catalanes, dinamitan con sus iniciativas la misión cívica que tienen estas reuniones masivas.

La tradición es memoria histórica, solo que no de parte. Por eso facilita una confluencia de personas que sería imposible en otros ámbitos. Y tiene un ritual, que significa etimológicamente orden, un conjunto de reglas establecidas que el público conoce desde antiguo y que dan al acontecimiento coherencia y verosimilitud. La Administración es depositaria de esa tradición, debe gestionarla, pero no está en su mano modificarla a su antojo, mucho menos tratar de imponer la transgresión a caponazos.

Conviene aclarar, por otra parte, que una cabalgata de Reyes no es un acto religioso, aunque su origen lo sea y tenga esa dimensión para muchas personas. Quienes muestran reticencias a su celebración fundadas en ese prejuicio deberían rechazar la mayoría de fiestas y conmemoraciones de un país que bebe y se reconoce en las fuentes del cristianismo. El origen religioso no es un demérito ni un baldón. Incluso la tragedia griega lo tiene. Estaba dedicada al culto a Dioniso, se representaba con un altar consagrado al dios en medio del coro y el mejor asiento estaba reservado al sacerdote. Esto en la época de Pericles. ¿Sentenciamos a Esquilo?

La cabalgata de Reyes, en fin, no puede convertirse en un carnaval ni en una manifestación política porque pierde entonces todo su sentido. Es ahí donde el partidismo triunfa sobre el civismo, donde la ideología encuentra atajos para abrirse paso a empellones con desprecio absoluto del colectivo. Lo sagrado no es el trío formado por Melchor, Gaspar y Baltasar, sino los individuos que conforman la sociedad. España, país en el que tradicionalmente no se ha respetado a las minorías, lleva camino de convertirse -con Cataluña a la cabeza- en otro en el que no se considera a las mayorías.