El fichaje de una drag queen para el desfile de la Cabalgata de Reyes de Vallecas está desatando un fuego cruzado de reproches y condenaciones de tal calibre que el Ayuntamiento ha decidido a última hora mantener el programa pero recatar quizá a la protagonista. En cualquier caso la polémica está servida y no sería extraño que, al final, más de un niño -las niñas son más listas- encuentre fundadas sospechas de que todo ese asunto de los regalos de madrugada y camellos en el ascensor es cosa de los padres.

Conservadores y tradicionalistas acusan a Manuela Carmena de “desnaturalizar” las Navidades por incorporar a un puñado de cabareteras en una de las 16 carrozas dispuestas para la ocasión, mientras que progresistas y moralistas tostones celebran la primera “caravana de la diversidad” y se refieren pomposamente a la ocurrencia como “carroza por la normalización”.

A los primeros les asiste una visión ortodoxa de la liturgia incompatible con una representación que basa su lógica en que Vallecas es Belén (año I) y en que una barahúnda sobre buses descapotables tirando caramelos y confetis es el cortejo de los tres Reyes de Oriente. A los segundos les ampara una pulsión adoctrinadora irreconciliable con que la idea simple de que la cabalgata se sale para divertir a los niños, no para enfadar -aquí ya no se escandaliza ni Dios- a los padres.

A mí, aun sintiéndolo mucho por mi admirada Cayetana Álvarez de Toledo, que probablemente habrá encontrado en este desfile nuevos motivos para “no perdonar jamás” a la alcaldesa, el desfile de las reinonas en la Cabalgata de Reyes de Vallecas me divierte. Entre otras razones porque me hace volver a esos momentos estelares de la infancia en los que el descubrimiento de lo grotesco en las conmemoraciones sacras transportaba de la decepción a un morboso regocijo sin solución de continuidad.

Águilas, años 70, era un pueblo sin negros en el que los pescadores más humildes protagonizaban las cabalgatas y los pasos de procesión. Como eran fiestas y corría el vino, era frecuente que a Baltasar se le corriera el betún a fuerza de sudar; que un Gaspar tabernario trastabillara antes de ponerte un puñado de caramelos entre las manos; o que a Melchor se le cayera la barba o el bigote y siguiera ahí arriba, sin inmutarse, saludando al respetable. Y las representaciones de la Pasión eran aún más impactantes, sobre todo en el momento de la Última Cena: claro, luego descubríamos Viridiana y no nos pillaba de sorpresa la genialidad de Buñuel.

La cuestión es que no creo que este estrafalario show de una drag queen en la Cabalgata de Reyes de Vallecas desmoralice a ningún chiquillo... pero tampoco parece la mejor manera de hacer creíble una historia ya de por sí poco verosímil.