2017 ha sido el año de la infección nacionalista, pero lo que yo recordaré son mis lecturas. Miro atrás y me vienen los autores, no los fantoches de nuestra minihistoria. La lección –navideña en este día– es que no hay que dejarse comer por la actualidad. Uno debe intervenir en la política lo más civilizatoriamente que pueda; pero ha de preservar, como pedía Montaigne, su cuartito privado. La consigna sigue siendo: no embrutecerse.

El autor de mi año ha sido Andrés Trapiello, porque en 2017 he leído los seis tomos de su diario que me faltaban. En total eran veinte y en diciembre ha salido el nuevo, Mundo es (ed. Pre-Textos), con el que he vuelto a ponerme al día. He leído también su ensayo Los nietos del Cid, sobre la generación del 98 (¡tan actual de repente, para nuestra desgracia!), su libro de poemas Rama desnuda y dos novelas suyas con componente político, El buque fantasma (sobre la militancia de izquierdas en las postrimerías del franquismo) y Ayer no más (sobre las heridas de la guerra civil y las contradicciones de la memoria histórica).

El Salón de pasos perdidos, título general de la “novela en marcha” que son sus diarios, está de cumpleaños además, porque el primer tomo corresponde a 1987. Yo me lo compré cuando se publicó, en 1990, y me gustó. Hice lo mismo con los siguientes. Pero en algún momento empecé a pensar que eran demasiado extensos y que el autor tendría que haberlos podado un poco... Esta petulancia mía, que tiene relación con la indolencia lectora que me ha aquejado muchas veces, me escandaliza ahora: porque ya está claro que una de las virtudes de la obra es la extensión. Ha habido un salto cuantitativo que ha tensado, o aquilatado, la calidad que siempre tuvieron cada una de sus líneas. Es una obra monumental en la que la monumentalidad no ahoga, porque cada detalle está mimado y está vivo.

Me hace gracia cuando se le acusa de realista o costumbrista, porque hay más imaginación en el modo en que nos cuenta la realidad –con soltura cervantina–que en las tediosas imaginaciones programáticas de nuestros imaginativos oficiales. Por ejemplo, en esta visión de Mundo es durante la visita a un hospital: “Desde los ventanales de la cafetería la sierra del Guadarrama, las estribaciones de la Casa de Campo, el tumulto de las nubes, yendo y viniendo por el aire en sus camillas, con las sábanas colgando”. En este tomo hace chanzas sobre el realismo mágico, a propósito del homenaje a García Márquez en Cartagena de Indias en su ochenta aniversario (aunque hasta a Gabo lo salva al final, cuando lo ve bailando tras las pompas). Lo que hay en el diario de Trapiello no es realismo mágico, sino la maravilla de lo real.

Sus lectores sabemos que va a quedar, y cuando nos exaltamos pensamos que es lo único que va a quedar de la literatura de este tiempo. Lo cual no estaría mal, porque en esos libros está este tiempo –y el tiempo– al completo. En el Salón de pasos perdidos nada se pierde: es una obra concebida para el rescate de todo. Y lo logra con una limpieza, una frescura y una libertad tales que todo parece nuevo.