Hace pocos años escalé uno de los Iliniza, los estratovolcanes potencialmente activos de 5.200 metros situados a 100 kilómetros de Quito. Cuando alcancé esta cima andina, que en su cúspide es de unas dimensiones mínimas, el guía contó que ahí mismo se mató un alpinista de élite, alguien que había coronado 8 ochomiles, al intentar hacerse un selfie dando un paso más de los posibles. Entonces supe, y no lo he olvidado, que hacerse una foto puede resultar mucho más peligroso que hollar el Nanga Parbat.

Es posible que la herencia de Steve Jobs resulte más envenenada de lo que parece. Necesitamos sus iPhones –o los sucedáneos de éstos- para casi todo, y cada vez nos condicionan y, en realidad, confinan más. Los teléfonos inteligentes se han convertido en el centro de nuestras vidas, o al menos se han posicionado justo a su lado, y nos acompañan a todas partes, todo el tiempo. Aíslan a los familiares y arruinan la relación entre los amantes. Peor que cualquiera de estas cosas es que absorben hasta límites insospechados casi todos los minutos de nuestros hijos. Posiblemente aún más de lo que creemos.

Ahora, también, matan. O, mejor dicho, nos matamos con ellos. Hace pocos días, un elefante aplastó a un hombre que quiso hacerse un selfie con él. El hombre se bajó del vehículo que lo protegía para intentar hacer una fotografía mejor, pero a este elefante de Bengala occidental no le pareció buena idea: pisoteó al hombre hasta matarlo.

Hace algún tiempo, un turista japonés se cayó al fotografiarse en la Puerta Real del Taj Mahal, y se mató. Otro, alemán, murió también al caer cuando se tomaba una imagen al borde de uno de los cerros junto al Machu Picchu. Tiempo después, una joven rumana de 18 años, Anna Ursu, creyó divertido hacerse una foto en el techo de un tren. Quizá lo fuera, pero nunca lo consiguió averiguar: se electrocutó antes.

A Angela Nikolau, experta en rooftopping, la moda de retratarse a alturas extremas, no parece importarle el peligro. Quizá porque, a sus 23 años, es demasiado joven para sentir el miedo que debería, uno que, quién sabe, igual le salva la vida algún día. Andrey Retrovsky tampoco tenía miedo, tal vez por eso lo perdió todo cuando se cayó subido a una altísima estructura en Rusia. Mucho más cerca, en la localidad toledana de Vilaseca de la Sagra, David González perdió la vida en agosto de 2015 cuando un toro lo corneó mientras grababa con su móvil un encierro nocturno.

Nos matamos, sí, con el móvil. A veces, haciendo algo inhabitual, como le pasó a una pareja polaca que se hacía un selfie en un acantilado de Cabo da Roca, en Portugal. A veces, haciendo algo habitual, como conducir y enviar mensajes a la vez.

No parece del todo normal que en Madrid se obligue a caminar por la calle Preciados en una única dirección; pero sí lo es que Honolulu prohíba cruzar sus calles mirando la pantalla del móvil, y que multe por ello.

En la montaña ecuatoriana, tras una extenuante ascensión, comprendí que el móvil puede ser más peligroso que el Paso de la muerte, una cuando menos inquietante travesía con portentosas vistas a la muerte que había superado -por fortuna sobre todo-, unos minutos antes. No lo he olvidado.