La intrahistoria del desafío independentista deja anécdotas suculentas que corren como la pólvora en Facebook y a la hora del vermú en Cataluña y España, donde el sentido del humor, por morboso, cruel, risible, malintencionado y socarrón, es inequívocamente hispánico.

Primero fueron los edificios moteados de banderas rojigualdas, un fenómeno del que no se desprende un resurgimiento improbable de la ultraderecha -tan predispuesta a las inflamaciones nostálgicas y tan añorada por la extrema izquierda de los iphone- sino una réplica vecinal al patrioterismo estomagante de las esteladas.

Luego llegó el revival del himno de España en las discotecas de moda y un florecimiento de saetas y coplillas cutronas para hacerle la puñeta a los tocahuevos de las caceroladas nocturnas. En las verbenas sevillanas han convertido en rumba el futuro carcelario de Puigdemont y Trapero, y hasta el estrabismo de Junqueras. Y a los Jordis les están haciendo imposible la estancia en Soto del Real a fuerza de introducir en el relato de su cautiverio sacrificial el peor expresionismo tipical spanish.

Al parecer, un grupo de gitanos la ha tomado con Sánchez, el presidente de la Asamblea Nacional Catalana, de lo que sólo cabe aguardar que más pronto que tarde su amigo Cuixart, jefe de Òmium, acabe tomando el mismo purgante.

Dicen las crónicas que le gritan “¡Arriba España!”. Que le llaman “maricona” y “chivata” porque tuvo la pésima ocurrencia de denunciar ante los funcionarios este tipo de imprecaciones. Que a su paso por la galería suenan a todo volumen la Marcha Real, coplas y hasta las canciones legionarias. Y que un recluso llegó a mostrarle el mástil de la bandera -en versión genital- para zaherirle en lo más profundo de su catalanidad. Cosas del talego.

Sánchez ha pedido el traslado a una cárcel catalana por estar cerca de casa y porque las vulgaridades españolazas están agrietando su madera de héroe. Desconoce quizá que la prisión es una patria refractaria a las correcciones políticas, una sola nación donde impera la ley del lumpen sea cual sea la lengua vehicular de los funcionarios.

Pobres Jordis. Sus cuitas carcelarias, su calvario castizo, prueban por sí solos que el delito de sedición les queda grandísimo. Si hacer una revolución desde arriba, sin subvertir el poder y sin lucha de clases era imposible, hacerse pasar por Mandela mientras suena Manolo Escobar es ridículo.