¿Se acuerdan de la Segunda Transición? Hoy se menciona poco, pero hace dos años no hablábamos de otra cosa. Quizá recuerden el lugar común: se suponía que todos los problemas que aquejaban a España (económicos, institucionales, nacional-territoriales) se resolverían mediante un proceso de transición política parecido al de 1975–1982. Dicho proceso mantendría lo que de bueno tenía el régimen democrático nacido en aquellos años, pero también daría carpetazo definitivo a sus disfunciones.

Algunos ya señalamos por entonces lo dudoso que era que un único proceso pudiera corregir los errores de Suárez y los de Carrillo, que pudiera satisfacer tanto a Rajoy y Rivera como a Junqueras e Iglesias. La Segunda Transición, como ente abstracto, parecía aceptada por todos; pero el hecho de que significara en la práctica tantas cosas distintas para tantos proyectos políticos antagónicos no auguraba nada bueno.

Por encima de todo, a finales de 2015 ya se intuía que se estaban formando dos bloques políticos y sociales enfrentados. Dos bloques que, pese a su pluralidad interna, encontraban una cohesión fundamental en su enfrentamiento con el otro, y a los cuales les faltaba un ideal compartido -como sucedió en la Transición con el objetivo de la democracia- que pudiera facilitar el entendimiento. Además, ambos bloques (tanto en sus representantes políticos como en sus masas sociales) habían interiorizado la lógica de confrontación de la democracia representativa.

Dicho enfrentamiento se ordenaba en dos ejes: el proyecto económico-social y el proyecto nacional. Aunque del que más se hablaba por entonces era el primero, en la práctica el que actuaba como factor determinante de las alianzas era el segundo. Por un lado estaban el PP y C’s; por el otro, Podemos y los nacionalistas; y, en medio, el PSOE como la pieza de dominó que podía caer de uno u otro lado. Una pieza que discursivamente se alineaba con el segundo grupo, pero que en los momentos cruciales, y a grandes rasgos, se mantuvo con el primero.

Ahora vemos que aquellas tensiones de 2015-2016 fueron el ensayo de la verdadera hora H del régimen constitucional del 78: el desafío independentista catalán. Los bloques de entonces se han repetido ahora casi al milímetro. Y, como sucedió entonces, hemos visto esfumarse la posibilidad de que todas las familias políticas de nuestro país crucen juntas al otro lado del Rubicón.

Efectivamente, a estas alturas, y por desgracia, las apelaciones al diálogo entre todas las partes parecen más un ejercicio de pereza intelectual que una prescripción creíble. Podemos seguir usándolas como una invocación general a la concordia y al civismo, pero al pasar al detalle pierden toda operatividad. Más sincero parece reconocer que, entre los dos bloques, hay uno que tiene de su lado a la razón, al Estado de Derecho y a la mayoría social del país; y que esto debería ser suficiente para proponer un modelo al que luego se puedan sumar los otros.

No es, ni mucho menos, la solución idónea. Pero vale la pena, siquiera como ejercicio intelectual, echar la vista atrás a otro hito de nuestra historia: la Restauración. Entonces se creó un nuevo orden que en un primer momento excluía a dos importantes sectores políticos y sociales (carlistas y republicanos). Con el paso del tiempo, el éxito del sistema fue suficiente como para restar atractivo popular a aquellos sectores y, finalmente, integrarlos en su seno. Si la Transición ha dejado -de nuevo, por desgracia- de servir como modelo para el presente, quizá esta sea nuestra mejor opción.