La autonomía catalana no hay que suspenderla. Ya la han suspendido el presidente de la Generalitat y la presidenta del Parlament, autoridades que han dejado de valer y que apenas perviven como sombras en unos seres fantasmales que se arrogan tales cargos. ¿Cómo lo han hecho? Infringiendo a conciencia, tras oscuro trajín de textos, el Reglamento del Parlament y los informes de sus letrados; anulando de facto el Consell de Garantíes Estatutàries y aplastando a una oposición que representa a la mayoría de catalanes; incumpliendo la Ley de Estabilidad Presupuestaria e imponiendo en autoritaria maratón dos “leyes” inconstitucionales y antiestatutarias; violando las resoluciones del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional y usando instituciones del Estado para derogar el bloque de constitucionalidad en el territorio donde vivimos siete millones y medio de ciudadanos.

Una declaración refleja la gravedad del momento; la firman las cuatro asociaciones judiciales refrescando un principio que nadie debería perder de vista en los próximos meses, cuando una sociedad dividida asista al choque del contumaz golpismo contra el muro de un Estado democrático europeo. Según los jueces, cuando una autoridad se rebela contra la Constitución que la legitima, pierde el carácter de autoridad y no debe ser obedecida. Siendo así, el presidente de la Generalitat, con todo su gobierno, más la presidenta del Parlament con los miembros insurrectos de su Mesa, han perdido el carácter de autoridad y no deben ser obedecidos. La pérdida de su condición procede de un acto que el propio documento de las asociaciones judiciales califica de “totalitario” y que encuentra su lógica en la contradicción que supondría obedecer al que desobedece. Así lo explican: “La desobediencia que desprecia las normas jurídicas que protegen la disidencia no es un acto heroico sino totalitario”.

Al lanzar su chata quimera de campanario contra la democracia, los políticos separatistas han v(i)olado los derechos y libertades de la disidencia catalana. Me honra pertenecer a ella; tengo el orgullo de haberme enfrentado sin interrupción a un proceso cuyos tintes golpistas se veían venir de lejos y cuyas raíces últimas se pudren en la cleptocracia catequista y castrante del pujolismo. Hoy, sin seguridad jurídica, soportando las provocaciones y los desgarros afectivos que alimentan los temerarios impostores, con Puigdemont y Forcadell arrogándose una autoridad perdida, viendo a la oposición pisoteada y al Parlament cerrado por cacicada, sometidos a su insolente vanagloria de aldeanos, vemos que TV3 ha forjado al fin su modelo de ciudadano ejemplar: un Otegi. Tiene delito.