Es indudable que todo ha cambiado desde el advenimiento de internet a nuestras vidas. No sólo hemos accedido a un mundo mucho más fácil y ligero en el que el papel apenas va quedando para envolver regalos, sino que nuestras relaciones personales se desarrollan cada vez con mayor frecuencia en un espacio virtual donde mirarse a los ojos ya no es tan necesario.

Si pasamos incontables horas frente a un ordenador o a un móvil, si tenemos una comunicación cada vez menor con nuestro entorno físico y nos abrimos paso por la jungla digital a través de nicks y contraseñas de todo tipo, si borramos hasta el menor registro de nuestra actividad (o eso creemos) mientras nuestros ojos arden como polillas ante la luz de una pantalla, quizá, digo sólo quizá, tengamos un problema.

Pretendemos poner coto a la adicción infantil y adolescente de nuestros hijos -a los que llaman los iluminados porque andan siempre con el hocico hincado en su smartphone-, pero somos nosotros quienes nos hemos convertido en unos auténticos yonkis de los dispositivos, a menudo con la excusa del trabajo.

En realidad, los estudios avalan la sospecha de que el merodeo internauta se da más por cuestiones lúdicas, entiéndase sobre todo sexuales, que por otra razón. Parece ser que la mitad de las parejas asentadas mantienen una o varias relaciones secretas en la nube. Tienen un ciberamante al que aman con locura, o con quien se lo pasan de locura. Gracias a él, o a ella, o a lo que sea o pretenda ser, escapan de las rutinas matrimoniales, a pesar de que casi nunca llegan a tener un contacto carnal con la contraparte virtual. En el fondo, estamos hablando de una distorsión de la realidad que lleva a afirmar a estas personas que este tipo de relaciones no son una infidelidad, ni siquiera un deseo, sino tan solo una inocua fantasía. Con lo cual, aseguran que tienen la conciencia tranquila, pero por si acaso no lo confiesan a sus parejas hasta que son pilladas in fraganti, con las manos en la masa, en el teclado o en salva sea la parte, como si de un adulterio vieja escuela se tratara. Y el “cariño, no es lo que parece” mantiene intacto su vigor.

¿Qué impresión nos produciría encontrarnos a nuestra dulce mitad escondida en el baño, dejándose engatusar por un teledildo manejado a distancia? ¿Creeríamos que nos están poniendo los cuernos o cerraríamos la puerta despacito para no interrumpir lo que no nos incumbe? ¿Dónde ponemos los límites de lo que algunos entienden como un juego y otros como una traición?

Si sorprendiera a mi pareja en una situación así, me preocuparía mucho más que si me pusiera unos cuernos en plena regla con la vecina de al lado. Llegado el caso, prefiero siempre la seguridad de los encuentros piel con piel. Aunque sea con otra. O con otro. Será que soy una clásica.