¿Habría sido tan robusta la condena al simulacro de desarme de ETA si Patria, la novela de Fernando Aramburu, no llevase ya ocho meses en las librerías, en las mesillas de noche, en las charlas de sobremesa? Que podamos formular siquiera esa pregunta da fe de la dimensión que ha adquirido y que sigue adquiriendo esta obra. Parecería que un tercio de la España lectora ya la ha terminado, que otro tercio tiene conocimiento de ella pero ha decidido no leerla -bien porque le da repelús el hype o porque tiene miedo de un contagio constitucionalista-, y que el último tercio se la ha llevado consigo esta Semana Santa.

Por lo que a mí respecta, Patria supone una lectura intensa e imposible. Por un lado, cualquier amante de los libros debería alegrarse de que una novela logre tanta repercusión social, sobre todo si no ha tenido que recurrir a las poluciones softcore de Cincuenta sombras de Grey. Y cualquier persona mínimamente concienciada de lo que ha sido el terrorismo debería aplaudir que una obra de una nitidez moral tan irreprochable vaya camino de convertirse en la obra canónica sobre el ecosistema etarra y el sufrimiento de las víctimas.

Pero por otro lado, uno no se quita de encima la conciencia de que la repercusión de Patria se ha debido, en parte, a una fuerte campaña de promoción, y a un contexto hambriento de contestaciones a la ofensiva blanqueadora de los aplaudidores de Otegi. Además, sobre su lectura sobrevuela la duda de si nos parece tan irreprochable porque refuerza un relato que -al menos algunos- ya dábamos por bueno. Esto se puede rebatir, pero la duda me parece legítima y no veo beneficio en pretender que uno no la ha sentido.

Lo mismo sucede cuando evaluamos Patria como obra literaria y no solamente como un vehículo para un determinado relato acerca de la barbarie etarra. Patria tiene una estructura compleja y a la vez sorprendentemente ágil, con saltos constantes entre perspectivas y temporalidades que, sin embargo, nunca desconciertan. La narración también tiene un gran ojo para los detalles que dan vida a una escena (un diálogo acerca de las movilizaciones abertzales se ve interrumpido por el chisporroteo de una sartén, por un olor a fritanga que obliga a abrir la ventana de la cocina), y construye los distintos personajes con paciencia, interés y cariño.

Lo que es más importante: Patria transmite esa promesa de aprendizaje, de conocimiento, de que el libro que tienes entre manos alberga una sabiduría amplia y generosa, que -al menos para mí- es condición sine qua non para entrar en la categoría de gran novela.

A cambio, uno nunca deja de torcer el gesto ante la artificiosidad de algunos diálogos, o de sentir que los capítulos terminan cinco líneas más tarde de donde debieran, o de confundir a dos de los personajes femeninos (Nerea y Arantxa), cuyas personalidades no están -siempre según mi opinión- lo suficientemente deslindadas. Y uno no termina de decidir si estos son fallos que deberíamos tener más en cuenta a la hora de evaluar la novela, por muy útil que esta resulte en el plano social y moral; o si son los típicos errores que se encuentran en cualquier obra de un gran novelista, y si les estás prestando una atención indebida por lo alto que ha puesto el listón la campaña promocional.

Así, leer Patria es sumirse en un gran y silencioso debate: la mitad del tiempo estás pensando que se es demasiado generoso con ella por su utilidad pedagógica, y la otra mitad piensas que se es demasiado duro con ella por culpa de la campaña de promoción que la ha envuelto. Y, sin embargo, son estas tensiones las que otorgan una intensidad única a la experiencia de leer Patria. Una vez que uno se instala en el vaivén de expectativas enfrentadas y de cuestionamiento constante del texto, de uno mismo y del ambiente en el que está leyendo esta novela, Patria adquiere una textura única, una densidad que merece la pena sentir, hasta disfrutar. Porque rara vez se leerá una novela con los ojos tan abiertos.