El tejido cívico británico resiste como cota de malla. Otros habrían formado una corriente auto destructiva tras el atentado del puente de Westminster. Ellos han preferido reafirmar su auto confianza y reconocerse en la entrega serena del diputado y secretario de Estado Tobias Ellwood. Han compartido el dolor y han matado al miedo. Lo sabemos desde siempre: la Batalla de Inglaterra ilumina a cualquier amigo de la libertad. Pues ahí están hoy los nietos y bisnietos. Y, lo más increíble, ahí está cualquiera que haga suyo Londres. Llevan la dignidad en la sangre, que a estas alturas del mestizaje ya es la sangre del hombre sin más, sin apellidos. La sola sangre de la especie. En ciertas tenebrosas ocasiones llueve sangre en Londres con el calabobos, pero la catástrofe les despierta, les desvela, aguza sus sentidos.

Estaba todo a punto para el triunfo póstumo del terrorista Masood: la ficha policial y la falta de seguimiento. Todo listo para que una bestia estúpida y amorfa tomara las calles, o al menos los tabloides, y se ciscara en el gobierno o en la policía por no hacer su trabajo. Pues no, porque estamos hablando de un pueblo realista, no de España, triste patria mía y de Caín.

Yo ya no quiero que se vayan de la Unión Europea. Y vaya si lo he querido. Pero, ¿qué será de nosotros sin los padres de ese entramado de razón, valor y conciencia que llamamos Ilustración? Yo ya no quiero que se vayan. Pueden ser sumamente irritantes, no necesito que nadie me lo cuente; he sufrido en Bruselas y Estrasburgo a los tarugos de UKIP exhibiendo la Union Jack en cada escaño, reventando los plenos. Revueltos con la anti Europa de los lepenistas y de la Izquierda Unida Europea -que, como diría Silvio Rodríguez, no es lo mismo pero es igual- conformaban una verdadera pesadilla. Y llegó el grave error de Cameron, un adicto a los referenda, droga peor que el crack porque nos jode a todos. Ganó por fin el brexit y nuestra reacción, tan lógica, fue la de ¡largo!, la de que os vaya bonito, la de idos al guano. Entonces vi lo de Londres.

Esta mañana he descargado en Spotify el último disco de Paul McCartney, que sigue robándome el corazón cincuenta años después de una experiencia infantil similar al Aleph: sonaba For No One cuando me asomé a un balcón de la Diagonal de Barcelona y presentí el mundo. Quedaos.