Acababa yo de publicar mi segundo libro en un año y de cumplir con esto, con lo otro y con lo de más allá, cuando un amigo me preguntó de dónde sacaba yo el tiempo. La mar de risueña le dije: “Piensa que no tengo hijos… y que no conduzco”. La primera parte de la boutade (que no lo era tanto…) ya no se ajusta a la verdad. La segunda, sí. Y sinceramente creo que es una de las razones que me salvan de esa forma de tenaz desesperación humana conocida como stress.

Tengo carnet de conducir, y lo tengo en regla. Pero desde muy temprana edad desarrollé un absoluto pánico al volante. Hay en este pánico un elemento conscientemente irracional: me encanta la velocidad cuando conduce otra persona. Me chiflaría haber sido la copiloto de Steve McQueen en La huida. Ah, pero como tenga que llevar el coche yo, todo el arrojo y las ganas de guerra se me convierten en medrosidad, en agudísima conciencia de miles de peligros. En todo vehículo ajeno veo una división acorazada capaz de echárseme encima. En cualquier otro conductor, un asesino en potencia. No bromeo. Yo creo que un coche es como un arma. Que no debería tener licencia para usarlos todo el mundo.

Además me senté un día a echar cuentas y descubrí que si renunciaba a los innumerables gastos asociados a tener un coche en propiedad (el coche en sí, la gasolina, el parking, el seguro, las multas…) podía literalmente hincharme a coger taxis, uno detrás de otro. Me pareció la solución perfecta para una urbanita irredenta como yo. Ciertamente me quedo un tanto huérfana en los trayectos interurbanos, ahí dependo de Iberia o de la Renfe o del autostop de novios y amistades… pero, lo que es de Madrid adentro, no hay color. Que viva el transporte público. Todo lo demás son ganas de hacerse polvo el hígado y el bolsillo.

Por transporte público menda entiende el autobús y el metro, incluso el uso asiduo de las propias piernas (no se crean que las tengo así porque sí…) pero también y/o sobre todo el taxi. Hace años que me desgañito diciéndolo: el día que peatonalicemos en serio el centro de nuestras ciudades, o que, como se planteó por ejemplo en Nueva York, se cobre un tributo al tráfico particular entre las 8 de la mañana y las 8 de la tarde, y de cada cinco vehículos que campen por las calles, cuatro sean taxis -como sucede en Manhattan-, todo irá, si no como la seda, mucho mejor.

Los taxis serían mucho más baratos porque las carreras serían muchas más y mucho más cortas, con menos atascos y accidentes. Las calles estarían en manos de conductores profesionales, no de berzas con carnet. El coche privado serviría para lo que debe servir, para irse lejos. Nadie llegaría tarde a todos lados por tener que perder la mitad de su vida aparcando, en doble fila y mal. En la práctica sería como si todos tuviéramos chófer por un módico precio. Que te lleven a todas partes dejaría de ser un lujo.

De paso quizá así salvaríamos el beligerante sector del taxi de su muerte segura, tarde o temprano, a manos de estas nuevas aplicaciones y tecnologías. De verdad que no creo que el taxi de toda la vida pueda competir a la vez con Uber y con el coche privado. ¿A cuál sacrificamos de los tres? Yo voto por el coche privado. Si aparece mi cuerpo flotando en el Manzanares, cúlpese de mi muerte a la industria automovilística… pero por favor que mi sacrificio no haya sido en vano. ¡En pie, exconductores de la tierra!