Leo sin parar y no sé al concluir si reír o llorar cuando pienso en qué país vivimos que nos merecemos una policía -un sector mínimo pero poderoso de la pasma para ser exactos- como la que tenemos. Lo que estamos presenciando estos patéticos días en los últimos jolgorios mediáticos parece más propio de regímenes corrompidos donde la información barriobajera -distribuida de manera grosera pero masiva- es más poderosa que el Estado de Derecho.

Si estuviéramos en Chicago y en los años 20, la pelea de estos facinerosos con placa se desarrollaría a pie de calle, con balaceras y tiros en la nuca, con la Thompson de cargador circular zumbando sin descanso. Pero estamos en el siglo XXI y la guerra de estos clanes policiales tiene otros campos de batalla: se dispara con información y fotocopias, y el asfalto se ha visto sustituido por periódicos y cadenas de televisión dispuestos a distribuir esta o aquella falacia aun sabiendo que lo es o puede serlo. Hablamos de pocos, de tan pocos maderos que los podríamos contar con los dedos de ambas manos, pero lo suficientemente fuertes como para hacer temblar el misterio.

No hay ministro del Interior que uno recuerde que haya puesto paz entre los malditos, haya expulsado a los delincuentes aunque disparen dosieres a quemarropa, haya separado el trigo de la puta paja, haya nombrado en función de los méritos y no del pánico que algunos pueden llegar a provocar, o haya limpiado de una vez una cloaca que ya desbordada expande su hedor a diestro y siniestro desde hace ya tanto tiempo que somos incapaces de sentir su olor y podredumbre. Me da que hace siglos que los distintos ministros del ramo no son los que realmente mandan en este poder paralelo, y que el mando real y brutal está en manos de agentes exógenos que parecen no ser nada pero que parecen controlarlo absolutamente todo.

De pequeños jugábamos a policías y ladrones teniendo muy claro qué diferenciaba a unos de otros. Ahora parece no haber línea divisoria y ya no hablamos de policías o ladrones sino de policías y ladrones. Ahora todos estos pocos están en el mismo lado, aunque en distintas habitaciones, y a nadie parece sorprenderle el poder que tienen para distribuir hoy cierta información que será publicada o emitida mañana sin ningún pudor. Disparan infamias con tintes verdaderos y verdades rebozadas de infamia. Y les da igual espiar al ministro de Interior en su propio despacho sin que éste diga ni mu, que amenazar indirectamente al actual jefe del Estado; y lo mismo les da también subirle y bajarle la bragueta al emérito que taparle con fondos públicos amoríos y silencios. Infamias con tintes verdaderos y verdades rebozadas de infamia.

Y la culpa, la santísima culpa, no es de los que publican sin ton ni son ni de los clanes canallescos que reparten exclusivas al por mayor ni de aquellos dedos de ambas manos que todo lo manipulan. La culpa, la santísima culpa, está en esa clase política que con todo el poder para arrancar de cuajo comportamientos deleznables, o se han acojonado ante estos fuera de la ley o se los han llevado a la cama para beneficiarse personal y políticamente de sus fechorías y de su juego sucio.

Insisto y repito: hablamos de unos pocos policías y agentes secretos que hacen de su capa un sayo. El resto, la inmensa mayoría de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado están para lo que tienen que estar, para acabar con los ladrones.