Para que un régimen político funcione debidamente, y sirva al interés común antes que al interés particular de los poderosos, es preciso que contemple un sistema de contrapesos. Que nadie pueda sentir que tiene todo el poder, ni que su ejercicio es libre e impune. En buena medida, el deficiente sistema de contrapesos de nuestra democracia ha propiciado las conductas deplorables que un día sí y otro también saltan a los periódicos, protagonizadas por mandatarios que olvidaron que la palabra viene de mandato, que ese mandato lo ejercían los ciudadanos sobre ellos, y no al revés, y que debían rendirles cuentas.

Han fallado los sistemas de control a priori, más bien parcos y en ocasiones nada funcionales (tanto si uno piensa en los órganos de intervención, como si se para a examinar el control ejercido por cámaras y corporaciones); y han fallado, también, los sistemas de control a posteriori, encomendados a instituciones infradotadas y no demasiado diligentes, como el Tribunal de Cuentas, o saturadas y trabadas por procedimientos decimonónicos que merman su capacidad de respuesta, en especial frente al poder, como ocurre con nuestros tribunales de justicia. Y en ausencia de contrapesos eficaces, ya hemos visto los desmanes y el estropicio que pueden llegar a causarse desde el poder.

Viene esta reflexión a cuenta de lo visto y oído esta semana en la tumultuosa rueda de prensa del presidente electo de los Estados Unidos, Donald J. Trump. Por si a alguien le cabía alguna duda, salió Trump pisando fuerte, manteniendo su estilo, ignorando a quien no le ríe el agua, despreciando a sus vecinos y tratando de vender a la ciudadanía estadounidense mecanismos inverosímiles para evitar los conflictos de interés en que está condenado a caer una y otra vez durante su presidencia. Tuvo a este respecto un lapsus bien elocuente, cuando en lugar de «the country» (el país) se le escapó «the company» (la compañía). Lo que vino a dejar meridianamente claro es que piensa hacer lo que le venga en gana, y que lo quiere hacer rápido y sin contar con interlocutor alguno. Ni dentro, ni fuera de su país.

Entre otras cosas, Trump va a ser una buena oportunidad para ver cómo funciona el sistema de contrapesos de la democracia norteamericana, que por el bien del mundo uno espera que sea algo más solvente que el que tenemos aquí. Porque sólo de ese sistema podemos esperar que el desatado presidente electo se vea forzado a aceptar que entre la realidad y sus deseos a veces hay distancias abisales, que no puede ni debe eludir. Si el Capitolio y los jueces se achican ante su empuje, si no hay nadie que salga en defensa de los derechos y los principios que está dispuesto a ignorar, podemos encontrarnos con una presidencia de efectos devastadores y quizá difícilmente reversibles.

Ayudaría, ante un gobernante de ese perfil, que las restantes potencias democráticas pudieran servir como contrapeso exterior de sus veleidades; pero la única que podría tener peso suficiente para intentarlo, la Unión Europea, está sumida en una crisis institucional y de liderazgo, con el brexit y el rosario de elecciones cruciales de este 2017, que nada cabe esperar.

La tormenta perfecta, vaya.