Me acaban de regalar, unos sabios de Oriente tardíos, la nueva novela de Pierre Lemaitre. No la conozco. Pero aun así ya me resulta apasionante tenerla, en papel, en las manos. Qué contará; qué lugares conoceré, qué historia iluminará la mía propia.

Imagino al autor francés –también tardío, como este Baltasar de mediados de enero-, luchando en silencio durante meses, años tal vez, con sus propios demonios para sacarse de dentro -para robarse- a sus personajes y plasmarlos, infringiéndose al mismo tiempo su propia pena –y su goce- después de arrebatos emocionales varios, inseguridades permanentes, noches de sueño ligero y violento. Escribiendo.

“Una sociedad que no lee, muere”, dice el filósofo y escritor Emilio Lledó. Estamos agonizando: el 40 por ciento de los españoles admite que no leyó ningún libro en 2015, según el más reciente barómetro del CIS.

Cómo debe de ser eso de vivir sin leer. Eso de desplazarte por la vida sin sentirte dulcemente acompañado por amigos leales y eternos que nunca malversarán la relación; eso de jugar a vivir sin conocer al elefante de Saramago, o a sus ciegos; sin intimar con Pétronille, el compañero juerguista y delicioso de Nothomb, que se emborracha con ella mientras la autora belga aguanta sin ir al baño para no perder la magia que le provocan las burbujas; sin conocer los detalles del más poliédrico de los triángulos, el que formaban, quizá más aún por la creatividad y la extravagancia que por el erotismo, June, Anaïs y Henry Miller.

En estos días en los que el Gobierno anuncia un plan para fomentar la lectura de una sociedad que apenas lee, casi parece mejor leer sin vivir que su opuesto. Aceptar la rutina y hasta una aburrida estabilidad vital si a cambio puedes huir con Madame Bovary y Rodolphe; si puedes combatir junto a Santiago, El viejo, al pez espada que, 85 días después, mordió el anzuelo de Hemingway; si puedes acompañar a Huck y a Jim en su evasión por el río Misisipi.

“Leer es una forma de ser mejores ciudadanos”, asegura Vargas Llosa. A él habría que creerle, no solo porque mereció el Nobel, sino porque cuenta que “los libros son mi vida”. También la de muchos otros que, si no leen, no viven.

El secretario de Estado de Cultura, Fernando Benzo, propone incrementar el tiempo de lectura en los colegios. Eso sería lo mínimo: habría que aumentarlo en todas partes: leer es crecer intelectualmente; contribuir a evitar la manipulación de nuestros gobernantes; otorgarse una vida más completa.

Como apunta ahora Benzo, a los lectores hay que empezar a formarlos en las escuelas. Pero también en los hogares, exigiendo a los jóvenes y a sus hermanos menores menos pantallas banales que traen efímeras recompensas y más literatura y ensayos, que transforman existencias.

La vida hay que vivirla al máximo: se escapan los segundos con una velocidad que produce, si uno se pone a pensarlo, un vértigo similar al del funambulista dudoso. En ese contexto tan crucial, ese que, si te tambaleas demasiado te caes, te hundes, se encuentra también la lectura: es un riesgo, como afirma el brillante y controvertido intelectual italiano Alfonso Berardinelli. Pero a pesar del trance y del peligro, resulta imprescindible correrlo.