Pedro Sánchez se ha encerrado en el castillo, se ha tragado las llaves y ha llamado a las huestes en su auxilio. Parece el comienzo de una peli de Robin Hood y sin embargo las escaramuzas se libran aquí al lado, en el barrio de Argüelles, en la calle Ferraz. Por otra parte, no hay noticia de que los militantes hayan acudido al rescate. Y aunque lo intentasen, no es probable que llegaran a tiempo.

A Sánchez se le agotó la gasolina el domingo. Cierto que el combustible con el que inició esta carrera daba para pocas gestas. El batacazo en las elecciones gallegas y vascas, después de haber protagonizado los dos peores resultados en la historia del PSOE en unas generales, tendrían que haberle llevado a presentar su dimisión. Se habría evitado el rapapolvo del grupo parlamentario y la humillación de ver cómo le dimitía este miércoles la mitad de la dirección.

Nadie podrá decir que Sánchez no se ha armado de razones. Siempre tuvo claro, por ejemplo, que doblar la cerviz ante Rajoy equivalía a entregar el testigo de la oposición a Podemos. Sin embargo, en su permanente huida hacia adelante ha acabado ante una tesitura aún peor: tener que echarse en brazos de Pablo Iglesias y de los independentistas para no ceder el estandarte de la izquierda.   

Cuando los críticos dejaron caer ayer su particular Little Boy en la Cadena Ser, la suerte estaba echada. Sánchez se resiste ahora a aceptar su destino, como un personaje de tragedia. Pero bien sabían los clásicos que una vez que se ha ofendido a los dioses no hay salvación posible.

Se equivoca Sánchez al pretender ignorar su morrocotuda desautorización política apelando a una interpretación del artículo 36, apartado no sé qué, como si estuviéramos ante un conflicto técnico o legal. Se equivoca al mantenerse en sus trece, cual Papa hereje, a riesgo de alimentar el cisma. Y se equivoca también al trasladar la idea de que hay dos partidos socialistas: el de la casta y el de los militantes. Quiso evitar el sorpasso a toda costa y ha acabado imitando la voz de Pablo Iglesias. Una blasfemia.