Pablo se ha abierto en canal. Lo ha hecho en siete capítulos. Atrás han quedado 36 meses de ardua investigación y un total de 23 años de preguntas que nadie se ha molestado en responder desde que el 21 de junio de 1993 un coche bomba de ETA acabara con la vida de su padre –Juan Romero Álvarez, teniente coronel del Ejército del Aire– y de otras seis personas más, en la glorieta López de Hoyos de Madrid. Pablo tenía entonces 17 años. Ahora, con 40, ha logrado que uno de los presuntos autores de la masacre, Jesús García Corporales, declarara como imputado este lunes ante el magistrado del Juzgado nº 2 de la Audiencia Nacional, Ismael Moreno.

Ésta es la historia de una investigación personal. Pero también es un relato que muestra todo aquello que mina la conciencia social de este país: el inmovilismo, la desidia, la mentira, la irresponsabilidad. Son algunos síntomas de una enfermedad que se llama olvido, ha escrito Romero en la primera entrega del serial Mi lucha contra ETA publicado por este periódico y en el que ha ido desgranando todo su trabajo para evitar, primero, que el caso prescribiera y para averiguar después el cómo, el quién y el porqué de aquella masacre. Es una investigación periodística, pero sobre todo es la historia de su vida, un ejemplo a seguir para despertar la conciencia de los ciudadanos.

Pablo se ha abierto en canal para hacer lo que otros tenían que haber hecho a lo largo de estos 23 años en los que el inmovilismo, la desidia, la mentira y la irresponsabilidad de policía, fiscales y jueces obviaron cumplir con su sagrada obligación de investigar los hechos y atrapar a los culpables. Y que en momentos puntuales contaron con la connivencia de una clase política que no siempre se lo exigió con la debida contundencia, en pos de no se sabe muy bien qué objetivos partidistas.

Él se ha encargado ahora de devolver la identidad y la dignidad a unas víctimas abandonadas a su suerte, que se vieron abocadas todos estos años a ese olvido lacerante que todo lo tapa, y que ahora nuevamente vuelven a existir gracias a su deseo de saber, de ir mucho más allá de lo que fueron aquellos que estaban obligados a ello. Romero ha logrado ponerle rostro a quienes miraron para otro lado; dejar al descubierto decisiones políticas que sacrificaban nuevamente a quienes ya se habían sacrificado; acabar también con los silencios, las trabas, las zancadillas que desde aquel trágico día de junio del 93 trataron de velar la verdad de lo sucedido y que han seguido produciéndose hasta hace escasos cuatro días.

Y Pablo lo ha hecho no porque fuera un periodista, que lo es, en busca de una historia, sino simplemente porque rechaza el olvido como norma de conducta de un país que se precie y porque es un hijo que quiere saber quién, cómo y por qué asesinaron a su padre. Durante tres años ha trabajado lo que otros no trabajaron los 20 anteriores. Y lo ha hecho sufriendo hasta el exceso, abriéndose en canal, como digo; recordando lo que quería olvidar, viendo lo que no quería ver, entrevistando a quien ni tan siquiera le hubiera gustado conocer. Y lo ha hecho, repito, porque simplemente creía que debía hacerlo; no porque deseara venganza sino porque necesitaba saber y que se supiera la verdad de los hechos y que la muerte de estas siete personas dejara de ser invisible y fuera tan real para todo el conjunto de la sociedad como lo ha sido para él y para las familias de los otros seis asesinados durante estos 23 años de silencio.

Y además Pablo Romero lo ha hecho solo. Sin más colaboración que la de quienes anónimamente le ayudaron a encontrar el camino correcto. Sin ayuda de asociación alguna, solo ante el terrorismo y frente a un aparato estatal medroso, anquilosado y cobarde que no estaba dispuesto a permitir que nadie le sacara los colores por su incapacidad manifiesta o quién sabe si por su dejación de funciones.