El pasado 7 de octubre Fernando Simón, portavoz y presunto gurú gubernamental para la pandemia, proclamó a los cuatro vientos que "es realmente complicado que haya una sexta ola". Y añadió que, en ese supuesto improbable, "sería una ola más pequeña y más lenta". La incidencia acumulada en España era ese día de 48,18 casos por cien mil habitantes.

Javier Muñoz

Javier Muñoz

Cuando el lunes por la tarde, su Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias se desperece después de cuatro días de holganza y se digne comunicar los nuevos datos, no es difícil aventurar que nos toparemos con una incidencia récord entre los mil y los mil doscientos casos. Eso significará que por primera vez en la historia documentada habrá más de un español entre cien contagiados por la misma enfermedad.

Será la consecuencia de que esa sexta ola de la Covid-19, desdeñada como improbable, no está siendo la "más pequeña y más lenta", sino la más grande y más rápida de cuantas hemos padecido.

Yo no pido que le corten la cabeza con un hacha a Fernando Simón en el transcurso de una ejecución pública de carácter expiatorio, como ocurría con los astrólogos chinos que se desviaban mucho menos que él en sus predicciones; pero sí que le destituyan fulminantemente de su cargo. Porque no estamos ante los inocuos errores de un pitoniso loco, sino ante la acumulación de pruebas de una mezcla de incompetencia e imprudencia, en un grado intolerable en un científico profesional. Y la salud pública está pagando las consecuencias.

Sin necesidad de remontarnos a los orígenes de la pandemia, cuando recomendó asistir a la manifestación del 8-M, ni de recopilar sus posteriores pifias y agravios, basta centrarse en sus declaraciones de este 14 de diciembre cuando alegó que "hay evidencias científicas que nos podrían permitir pensar que la tercera dosis quizá no sea necesaria para todos los grupos poblacionales". Esta es su última pistola humeante.

Es obvio que si esa era todavía su posición hace sólo diez días, Fernando Simón venía siendo como mínimo partícipe y muy probablemente impulsor del error estratégico, gestado al menos desde septiembre, por el que España ha caído de la cabeza a la cola en el ránking de vacunación europea, cuando ha llegado la hora de la tercera dosis.

Aunque no ha prendido el negacionismo, la ambigüedad de Vox dificulta vencer esos focos finales de resistencia. Resulta patético escuchar a Abascal combatir la vacunación obligatoria y el certificado.

Ahí están sus anteriores declaraciones del 2 de noviembre alegando que "la inmunidad de los vacunados dura años" y que por lo tanto "es mejor dar las nuevas dosis a los países del tercer mundo". Esta es la clave de que una parte significativa de las vacunas asignadas a España por la UE se hayan desviado a otros lugares de la Tierra sin, al parecer, ni siquiera pasar por nuestro territorio.

Según datos del jueves, no llegamos ni al 12% de los adultos vacunados con la dosis de refuerzo, cuando la media de la UE se acerca al 19% y hay países como Austria con el 40%. Seguro que tiene razón Margarita del Val cuando subraya que es mucho más importante la primera dosis que la tercera. Es decir que tenemos cuatro millones de adultos aún no vacunados que constituyen el principal foco de riesgo en cuanto a la transmisión del virus.

Así lo subrayaba también Juan Abarca este sábado en su seguidísimo post de LinkedIn: "Entre los no vacunados la tasa de ingresados es ocho veces más y la de pacientes en UCI y fallecidos entre diez y veinte veces más, según las edades… Y lo que está claro es que -entre los vacunados- según reciben la tercera dosis baja la incidencia".

La regla es inexorable: a más vacunación menos contagiosidad, menos virulencia y menos letalidad. Aunque en España no ha prendido el negacionismo, la ambigüedad de Vox dificulta vencer esos focos finales de resistencia. Resulta patético escuchar a Santiago Abascal combatir tanto la vacunación obligatoria como la exigencia del certificado para acceder a lugares de riesgo y escabullirse cada vez que se le pregunta, incluso en territorio amigo, si él mismo se ha vacunado.

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Los aciertos en las primeras fases de la vacunación no deberían, en todo caso, servir de parapeto para ocultar el grave retraso en esta tercera. De poco le sirve al Atlético de Madrid haber ganado el pasado campeonato de Liga si en el actual se encuentra a 17 puntos del líder.

La principal diferencia es que Pedro Sánchez es más hábil que el propio 'Cholo' Simeone cuando se trata de camuflar los fracasos del presente. Acabamos de verlo en la víspera de Nochebuena.

Con su habitual habilidad para ocupar espacios informativos, Sánchez había ido construyendo desde el fin de semana anterior un clima de creciente expectación en torno a la inesperada cumbre de presidentes autonómicos. No había funcionarios para comunicar los datos de la pandemia ni el sábado ni el domingo, pero sí para organizar sus comparecencias y amplificar sus mensajes.

Imponer la mascarilla en exteriores sin acompañarla de otra restricción es un absurdo que sólo puede deberse a la incapacidad de hacer otra cosa.

Se suponía que en esa convocatoria el presidente iba a plantear una estrategia distinta para hacer frente a la variante ómicron de la Covid. Unos apostaban por volver a las restricciones duras, otros por acelerar la inmunidad de grupo. Había debate.

Circunstancias distintas como la mayor velocidad y menor virulencia de los contagios requerían, al menos en teoría, de esa respuesta distinta. Máxime teniendo en cuenta la poca eficacia que en ese contexto venía demostrando el pasaporte de vacunación en aquellas comunidades en las que se había hecho obligatorio, entre tiras y aflojas con la Justicia.

Al final la montaña parió una mascarilla. Tras la ritual ronda de intervenciones para cubrir las apariencias de la cogobernanza, la única propuesta o más bien imposición de Sánchez fue la de volver a taparnos a todos la nariz y la boca en los espacios exteriores.

Era como volver en el túnel del tiempo a la respuesta de emergencia de hace veinte meses -cuando no sabíamos nada del virus, ni había nada con qué combatirlo- sólo que sin confinamientos, limitaciones de horarios ni cierre de establecimientos.

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Imponer la mascarilla en exteriores sin acompañarla de ninguna otra restricción es un absurdo tan colosal que sólo puede deberse a la incapacidad de hacer otra cosa. Hay quien alega que al menos sirve para concienciar a la población del riesgo e impulsa una cultura de la prudencia. Pero eso es tomar a los ciudadanos por tontos, suministrándoles, como ha escrito Rebeca Argudo, una política placebo.

Eso es: placebo en lugar de vacunas. Basta repasar el calendario de la inoculación de la tercera dosis anunciado por Sánchez -con amplios sectores de la población obligados a esperar hasta después de marzo- para corroborar que ha habido imprevisión y reacción tardía. Vuelven los vacunadores del Ejército -Margarita Robles nunca falla cuando toca arrimar el hombro- pero vuelve también el desabastecimiento de vacunas. Alguien debería pagar por eso.

Lo que ha sobrado en todo caso ha sido embozar esa inacción con la apariencia dramática de la mascarilla obligatoria en exteriores. Eso es populismo barato.

¿Qué hacer entre tanto llegan las suficientes dosis para conseguir un refuerzo de la inmunidad periódico y recurrente, en sintonía con el hecho de que el pasaporte Covid vaya a caducar en la UE a los nueve meses de ser emitido?

Sánchez estaba ante el dilema de proponer nuevas restricciones que inevitablemente lastrarían aun más la recuperación económica y le enfrentarían con la Comunidad de Madrid. Con la dificultad añadida de que su contumaz negativa a abordar la ley de pandemias que reclama Pablo Casado le impide dotar a las autonomías de competencias para graduar la respuesta según las circunstancias.

Así las cosas, probablemente lo menos desacertado ha sido no hacer nada, a la espera de calibrar la incidencia de la evolución de ómicron sobre el sistema hospitalario. Si en España ocurre como en Sudáfrica y el número de infecciones cae después de Navidad a la misma velocidad que está subiendo ahora, la actitud de Sánchez habrá sido la correcta.

Lo que ha sobrado en todo caso ha sido embozar esa inacción con la apariencia dramática de la mascarilla obligatoria en exteriores. Ya que no hago ni propongo nada con efectos reales, al menos que parezca que movilizo a la población con un propósito colectivo. Eso es populismo barato.

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En medio del clamor generalizado contra lo absurdo de la medida, ha surgido, a la vez como parodia y paradoja, el certero símil del epidemiólogo Ignacio López-Goñi: "Llevar mascarilla por la calle y quitártela al entrar a un bar porque vas a comer o beber es lo mismo que ir con casco por la calle y quitártelo al subir a la moto".

Pero, ¿qué otra cosa viene haciendo Sánchez desde su acceso al poder sino blindarse ante el imaginario riesgo de contagio de las ideas constitucionales, moderadas y racionalistas que circulan por la calle como expresión de esa mayoría sociológica de los españoles que siempre han completado el PP y partidos de centro como Ciudadanos, para quitarse en cambio el casco y la mascarilla al acceder a la patógena y pestífera herriko taberna virtual en la que confraterniza con todos sus socios radicales de forma tan peligrosa para su salud y la de todos?

Una vez más la Unión Europea y el lúcido pragmatismo de Antonio Garamendi le han sacado de ese garito, ayudándole a convertir su prometida derogación de la reforma laboral del PP en su convalidación, con la anuencia sindical, mediante un suave retoque cosmético. Acabamos de vivir el "momento OTAN" de Pedro Sánchez. Un desenlace tan bueno para España -por mucho que sigamos teniendo un mercado de trabajo demasiado rígido-, como elocuente de la naturaleza camaleónica del presidente.

Porque lo que es seguro es que, en medio de esta tremenda llamarada pandémica, al cabo del cambiazo en el guion de la reforma laboral y a pesar de los muy negros nubarrones que la inflación dibuja sobre nuestro futuro, Sánchez se habrá mirado esta Navidad en el espejo y se habrá encontrado tan perfecto como en todas las navidades anteriores.

Si él fuera el estándar, ningún heredero de Freud volvería a diagnosticar ninguna dismorfofobia a nadie y todos los cirujanos plásticos se irían al paro. He aquí el síndrome de Narciso aplicado a la política. No hay mejor vendemotos que el que empieza por comprársela a sí mismo. Y eso a Sánchez le funciona con y sin casco, enmascarillado y desenmascarillado.