La carátula del vídeo colgado por Podemos en YouTube, sobre la última comparecencia de Pablo Iglesias en el Senado, prueba una vez más el virtuosismo de su equipo de comunicación. Sobre la imagen del portavoz popular Javier Maroto aparecen tres palabras gigantescas en letras versales: "NO TIENEN CREDIBILIDAD", de manera que el senador que se atrevió a interpelar a Iglesias sobre el ‘caso Dina’ queda encerrado en el óvalo de la O, como si lo estuviera en el cepo de la picota pública.

Ilustración: Javier Muñoz

El título de la “noticia” elegido por Podemos, también incluye una palabra en mayúsculas: “Pablo Iglesias DESTROZA la credibilidad del PP en el Senado”. Pero al pinchar y escuchar el intercambio entre ambos, ocurre exactamente lo contrario. Y no hablo sólo de la consistencia argumental de lo que dice uno y otro -que también- sino de una cuestión fáctica, cuando Iglesias inventa una flagrante falsedad, para añadir potencia a su ventilador de la basura.

A partir del minuto 1.15 de ese vídeo puede escucharse lo siguiente: “¿Sabe lo que es atacar la libertad de prensa? Después del peor atentado que se ha cometido en España, convocar a los principales directores de periódicos de España a la Moncloa para mentirles sobre la autoría porque tenían miedo de perder las elecciones… Eso son ustedes, Señoría”.

El problema es que ninguno de los “principales directores” acudimos ese día “a la Moncloa” porque esa “convocatoria” jamás se produjo. Iglesias aludía, claro, a las llamadas telefónicas que Aznar nos hizo a algunos directores, tanto durante la mañana, como durante la tarde del 11-M. Por la mañana, nos transmitió su convencimiento de que la masacre había sido perpetrada por ETA y por la tarde, nos comunicó el hallazgo de la furgoneta con los detonadores y los versos coránicos.

Alguien podrá alegar que lo esencial es que lo que nos dijo Aznar, la primera vez, era falso y que el formato del contacto es lo de menos. Pero no es así porque afecta a la intencionalidad mentirosa que le atribuye Iglesias. No es lo mismo una “convocatoria” formal que desemboca en un encuentro físico, en el que se transmite un único mensaje que todos escuchan por igual, que una ronda de llamadas apresuradas en las que cada interlocutor oye palabras distintas y percibe cosas diferentes.

Acabo de aportar, de hecho, al relato de mis cuarenta años como director, las pruebas de cómo esas llamadas tuvieron efectos opuestos en la conducta de los directores de los dos principales diarios: mientras Jesús Ceberio cambió la portada de la edición extra de El País para incluir la palabra ETA en su enorme titular, yo hice lo mismo con la portada de El Mundo, pero para eliminarla.

También he explicado que, al hablar con él, me di cuenta de que Aznar estaba convencido de la autoría de la banda terrorista vasca, pero no tenía ninguna prueba consistente que lo avalara. Y pensé que podía estar pasándole lo mismo que el secretario de Defensa norteamericano, Robert McNamara, reconoce que le ocurrió, respecto a Vietnam, en su documental The Fog of War: estaba demasiado implicado emocionalmente, como para poder distinguir la realidad en medio de esa “niebla de la guerra”.

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Pero no es en la psique de Aznar sino en la de Iglesias en la que estoy tratando de bucear hoy. En su lasitud moral a la hora de ejecutar la última versión del 'no hay mejor defensa que un buen ataque'. Porque siendo cierto que, en materia de libertad de expresión el PP tiene el techo de cristal; siendo cierto que en tiempos de Rajoy se hacían ruedas de prensa por plasma y sin preguntas, se “untaba a los medios afines” y “Soraya maniobraba para que algunos perdieran su trabajo” -me lo van a contar a mí-, nada de eso debió parecerle suficientemente grave a Iglesias y decidió inventarse lo de la “convocatoria a la Moncloa” del 11-M para rematar por lo alto su serie de naturales.

Aznar estaba convencido de la autoría de la banda terrorista vasca, pero no tenía ninguna prueba consistente que lo avalara

La cronología política de aquel día ha sido reconstruida hasta el más mínimo detalle y reiterada tantas veces que no hay margen alguno para la confusión. Es imposible que Iglesias se equivocara. Decidió simplemente manipular la verdad e inventar una realidad paralela que encajara en su propósito, con la esperanza de que nadie se fijara en la literalidad de la falacia.

La mentira utilitaria de esos doce segundos de su intervención en el Senado se convierte así en una expresiva muestra del paradigma que sirve de hilo conductor de lo que empezó siendo el “caso Dina” y ha terminado siendo “el caso Iglesias”, en la medida en que el líder de Podemos se ha empeñado en apurar la suerte hasta cavar su propia tumba.

La cronología es clave para entender de qué estamos hablando. Este invierno se cumplirán cinco años del robo del móvil de su asesora Dina Bousselham. O al menos de la desaparición de la tarjeta con su memoria. También de su entrega intacta a Pablo Iglesias, un par de meses después, en la sede del Grupo Zeta.

Estamos en enero de 2016. Será al cabo de medio año más, en julio y agosto, cuando Eduardo Inda publique en OK Diario el pantallazo del chat de Podemos en el que Iglesias dice que “azotaría a Mariló Montero hasta que sangrase” y la alegre sobremesa de Echenique, cantando una jota muy subida de tono.

La relevancia del primer documento es indiscutible y su publicación supuso un notable servicio al derecho a la información de los ciudadanos, en la medida en que desvelaba una pulsión misógina y sádicamente agresiva por parte de quien venía presentándose como adalid de la lucha contra la violencia de género.

Más opinable es el valor informativo de la jota de Echenique, enésima repetición de una copla popular en una fiesta privada; pero yo también la habría publicado, dando por hecho que el lector percibe ese contexto y relativiza su importancia. Quiero a la vez dejar constancia de la repulsión que me produce escuchar cómo se le caricaturiza una y otra vez, mezclando ese episodio con su discapacidad física, privándole de su dignidad con zafios apodos, más propios de aquel Hébert, a quien llamaban en el París revolucionario “el Homero de la inmundicia”, que del periodismo del siglo XXI.

Pero el ‘donde las dan, las toman’ de los líderes de Podemos es inadmisible, en la medida en que ejercen cargos institucionales. Lo mismo ocurre con sus ‘hermanas sisters’ de Vox que una semana me llaman “violador en serie” y la otra piden recluir a un tertuliano crítico en un psiquiátrico. Que desde el patio de butacas se lancen insultos chabacanos, injurias soeces, como las que de hecho producen a diario algunos medios, no justifica que los actores rompan la cuarta pared y respondan en los mismos términos. Aun cuando se comporte de manera irrespetuosa, el público siempre será “el respetable”, pues es quien paga la función, y los medios no son sino sus portavoces, sometidos, claro está, como todos, al Código Penal.

El primer documento desvelaba una pulsión misógina por parte de quien venía presentándose como adalid de la lucha contra la violencia de género

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Volvamos a la cronología. No es hasta enero de 2017, un año después de recuperarla y seis meses después de esas publicaciones, cuando Iglesias devuelve a Dina la tarjeta. Con la peculiaridad de que ahora está dañada y ya no es posible acceder a su contenido. Todavía habrán de transcurrir diez meses más para que en noviembre de ese año se produzca la detención del comisario Villarejo y la incautación de un disco duro con copias de los contenidos divulgados.

La sangre caliente de Iglesias hirvió esta vez a fuego muy lento, pues durante otro año y medio más tampoco sucedió nada. Fue sólo en marzo de 2019, en vísperas de la decisiva campaña electoral con la que pretendía consumar su asalto a los cielos, cuando presentó una denuncia ante la Audiencia Nacional. Su tesis era que había sido víctima de una conspiración entre la “policía política” que reinaba en las “cloacas” y sus supuestas terminales periodísticas.

En lo que al primer componente se refiere, no era una construcción en el vacío. Yo mismo asistí a una reunión en la que uno de los comisarios en boca de todos nos puso los dientes largos anunciando que nos entregaría pruebas definitivas de la financiación chavista de Podemos. Algo luego evaporado con el archivo por la Justicia del inconsistente informe seudopolicial, bautizado como Pisa, acrónimo de ‘Pablo Iglesias Sociedad Anónima’.

La otra pata de la denuncia carecía, en cambio, de fundamento alguno. Inda, Urreiztieta, Vallés, los periodistas de investigación de El Confidencial y El Mundo, mencionados o aludidos entonces y ahora, son profesionales honrados, empeñados en cumplir con su función social. Los conozco bien a todos. Comparten la obsesión por la búsqueda de la noticia y la pugna por la exclusiva. Los hay más calmados y más exuberantes. Con una u otra ideología, con una u otra agenda política, con mayores o menores prejuicios. Pero eso es el pluralismo, aunque los sectarios que solo miran por el ojo izquierdo callen cuando se lincha a un colega de derechas.

Que esos periodistas trataran con Villarejo no tiene nada de particular. Yo también almorcé con él cuatro veces. Y con Amedo, y con Roldán, y con la cúpula de ETA, y con el señor X. Sin tratos con gente así, no habría habido ni Papeles del Pentágono, ni Watergate, ni Spotlight, ni estarían los Pujol en el banquillo.

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El craso error de Pablo Iglesias fue pasarse de frenada. No bastaba que desde las cloacas se hubiera maniobrado contra él. Tenía que haber una conspiración político-mediático-policial a la altura de su gigantesca dimensión histórica; y la tarjeta, que él recibió intacta y entregó un año después dañada a su propietaria, tenía que ser la pistola humeante que desvelara esa trama. Era la misma lógica por la que ahora ha necesitado inventar esa “convocatoria a la Moncloa” en el 11-M: si los malos periodistas no suelen permitir que la realidad les estropee un buen titular, los políticos fulleros la emprenden a martillazos con la realidad, cuando no encaja en sus delirios victimistas.

El riesgo de tal obcecación es que, a base de tanto exhibirla, manosearla y zarandearla, la pistola humeante termine alojando la bala que, como en la ruleta rusa, descerraje a su inventor. Pablo Iglesias está a diez minutos de que le suceda eso. Al menos así lo creen, temen o desean otros miembros del Gobierno, al barajar la hipótesis de que el juez García Castellón acabe imputándole delitos como la revelación de secretos, la denuncia falsa o la obstrucción a la justicia.

Los políticos fulleros la emprenden a martillazos con la realidad, cuando no encaja en sus delirios victimistas

Del primero puede salvarse si Dina, la única afectada, retira su denuncia de marzo de 2019, a costa de que toda la campaña política orquestada desde entonces se desmorone como un castillo de naipes. Pero los otros cargos no precisan de más perjudicado que el orden legal y se sustanciarán o no en función de la valoración técnica que resulte de diligencias como la relacionada con la empresa británica que trató de recuperar el contenido de la tarjeta.

En todo caso, dos secretos a voces ahogan ya a Iglesias y están a punto de destruir lo que queda de su crédito público: el primero es que trató de manipular a los tribunales, utilizándolos al servicio de su estrategia cainita; el segundo, que trató de manipular a su colaboradora, ocultándole, durante todo un año, que aquello cuyo robo ella había denunciado estaba en su poder.

La explicación retrospectiva, esgrimida ahora, no ha podido ser más devastadora para el líder de un partido que, teniendo la menor proporción de mujeres entre sus votantes, se llama Unidas Podemos. Dice Iglesias que trató de evitar que Dina sufriera “más presión”, tras los rumores que encuadraban lo ocurrido en un presunto affaire entre ellos. Todo un alarde de paternalismo machista, agravado por su afirmación de que en la tarjeta había “fotos íntimas”. No es preciso añadir nada más al estupendo artículo, del pasado domingo, de Marcial Martelo, sobre la trascendencia de esa violación de la privacidad de su asesora.

A partir de ahora ni él, ni tampoco Irene Montero, podrán invocar ningún argumento feminista sin que el debate desemboque en la manipulación de esa tarjeta, en todos los sentidos de la palabra. Igual que ocurre con la redistribución de la riqueza o la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, desde que se instalaron en el chalé de Galapagar. Resulta que el paladín de la transparencia que pedía una comisión de investigación sobre el 'caso Dina' y sus antecedentes, a la hora de la verdad, obliga al PSOE a cerrar filas con Podemos para rechazar su comparecencia en el Congreso.

Nunca nadie había caído tan alto. El vicepresidente segundo del Gobierno es un motivo de bochorno para la izquierda, un estorbo para Sánchez en la negociación con Europa y un lastre electoral para Podemos, como acaba de verse en Galicia y el País Vasco. La huida hacia delante, tratando de contaminar a Felipe VI con la bochornosa conducta de su padre, tiene poco recorrido. Ni la flauta de Pan ni la caracola de Tritón movilizan ya a los indignados. La esterilidad de su paso por el poder quedará en evidencia cuando se afronten los Presupuestos. Sólo se cruzan apuestas sobre cuánto tardaremos en oír el estampido del tiro por la coleta, en el interior del coche oficial.