Las dos llegaron a la vez a la cima. Tengo grabados en mi memoria tanto el carraspeo de Cospedal el día que le pregunté, almorzando en Jockey, si le había contado ya a su mentora, Esperanza Aguirre, que pensaba integrarse en el equipo de Rajoy de cara al Congreso de Valencia, como la deferente ansiedad con que Soraya me anticipó, antes de entrar en antena en la Cope, que iba a incluir a mi amiga, Cayetana Álvarez de Toledo, en la dirección del grupo popular del que acababa de ser nombrada portavoz.

Son recuerdos de 2008. O sea, de hace diez años, exactamente el lapso de tiempo que transcurría en la Rusia zarista sin que se actualizara el censo, permitiendo que los difuntos siguieran apareciendo entre los vivos. Eso fue lo que inspiró la gran novela de Gogol Las almas muertas. ¿Qué ha pasado en estos diez años en el PP para que sólo 66.000 de sus pretendidos 869.000 militantes sigan vivos?

Ilustración: Javier Muñoz

Ilustración: Javier Muñoz

La única forma, acorde con la realidad, de afrontar la escandalosa mengua del censo de las primarias es responder a esta pregunta. Algo que, por supuesto, no han hecho las candidatas que se han aquietado con la cifra, alegando o bien que es normal que la participación sea baja, habida cuenta de la falta de costumbre de votar en el PP (Soraya), o bien que no se deben cambiar sobre la marcha unas normas aceptadas por todos (Cospedal). Pero tampoco han encarado esa grave cuestión de fondo los candidatos –Casado, Margallo, el tal Joserra- que han pedido ampliar el plazo o rebajar los requisitos para que haya más votantes.

Por ese camino ingenuo, sembrado de capullitos de alelí, alguien podría proponer que, en lugar de reclamar los modestos 20 euros, exigidos para estar al día en el pago de las cuotas –qué menos-, se subvencionara el voto con una cantidad equivalente, al menos para jóvenes menores de 90 años, como prima de inserción laboral en la democracia.

Dejémonos de pamplinas. El PP sólo tendrá 66.000 votantes en las primarias porque el PP sólo tiene 66.000 militantes. O como mucho 70.000, si descartamos a esa ínfima minoría que, en una ocasión así, con pluralidad de contendientes y honda sensación de agravio tras la moción de censura, no ejerce su derecho a intervenir en la solución que marcará el rumbo de su partido y, desde su mentalidad, también el de España.

La teoría de que los demás "militantes", o tan siquiera una parte significativa de ellos, siguen estando ahí, como una especie de legión de afiliados pasivos con instinto abstencionista, es una majadería insostenible. Bichos así no existen, ni siquiera al cabo de quince años de impregnación osmótica del estólido ADN de Rajoy.

La teoría de que los demás "militantes", o tan siquiera una parte significativa de ellos, siguen estando ahí, como una especie de legión de afiliados pasivos con instinto abstencionista, es una majadería insostenible

Aquí no hay vuelta de hoja: hasta hace un par de semanas el PP ha estado computando como militantes a 800.000 difuntos políticos, a 800.000 “almas muertas” en el sentido marianesco del término. Y eso suscita un escándalo y un enigma: el escándalo de por qué estaban siendo contabilizados como vivos; el enigma de cuándo y a causa de qué enfermedad fallecieron.

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Gogol acompañó sus Almas muertas de un subtítulo que utilizó más bien como título alternativo, para eludir a la censura eclesiástica, aferrada a la inmortalidad del alma: Las aventuras de Chichikov. Tomaba su nombre del protagonista de la pícara trama, un buscavidas de la baja nobleza, obsesionado con dejar atrás una mediocre carrera como funcionario, siempre anclado a lóbregas covachuelas, mediante un audaz golpe de fortuna.

Recurre, para ello, a la compra, al irrisorio precio de dos rublos por cabeza, de siervos fallecidos durante la última década que permanecían incorporados al patrimonio de los terratenientes: eso eran las “almas muertas”. Para los vendedores se trataba de un buen negocio pues rebajaban, de esa manera, la base sobre la que tenían que pagar impuestos.

¿Y para el comprador? La clave de lo que hoy denominaríamos “el pelotazo de Chichikov” consistía en capitalizar las apariencias. Concretamente, en instalarse en otro lugar lejano, dárselas de gran propietario y obtener subvenciones gubernamentales, sobre la base de su alto número de siervos. Nadie tenía por qué saber si esas "almas" estaban vivas o muertas.

Ninguno de sus rivales, ningún medio de comunicación, ningún militante de buena fe debería dejar pasar una sola oportunidad de preguntarle a Cospedal cuándo empezó a hacer de Chichikova. Es decir cuándo descubrió que la inmensa mayoría de los 800.000 militantes de los que alardeaba eran “almas muertas”. Y es que si alguien no puede llamarse andana, en relación a un descuadre tan descomunal que afectaba, por supuesto, en primer lugar, a los ingresos del partido pero, en segundo lugar, a su machacona reivindicación del título de mayor agrupación política de España y -como veremos- parte del extranjero, ese alguien era la Secretaria General.

Ninguno de sus rivales, ningún medio de comunicación, ningún militante de buena fe debería dejar pasar una sola oportunidad de preguntarle a Cospedal cuándo empezó a hacer de Chichikova

No estoy refiriéndome a comentarios improvisados en una entrevista radiofónica o a hipérboles propias de las soflamas de un mitin, sino a los informes oficiales en las grandes ocasiones de la vida del partido. Como muestra un botón: en su intervención ante la Convención Nacional del PP en Valladolid -notoria por escenificar la ruptura con Aznar-, el 31 de enero de 2014 Cospedal se refirió cuatro veces al asunto, todas ellas en la parte final.

"El Partido Popular no ha dejado de crecer ni un solo momento -aseguró- y hoy, gracias a más de 800.000 militantes, somos el partido que tiene una mayor base social en Europa". Nada menos. "El PP es mucho más de lo que quieren hacer creer algunos", añadió. "El PP somos mucho más de 800.000 personas, unidas en torno a unas siglas, a unas ideas y una forma de hacer política".

Luego, utilizó la cifra como argumento exculpatorio ante la corrupción: "Ya sabemos que han pasado algunas cosas que no nos gustan, pero somos muchos más, 800.000, los que sabemos estar a la altura de las circunstancias, con la honradez y la lealtad a nuestras ideas y nuestro país".

Y, por último, como atrezzo para adular al jefe: "Hay un nombre propio que resume todo lo que acabo de decir. Está en los nombres de muchas personas, de más de 800.000 militantes... ese nombre propio es Mariano Rajoy".

Pues bien, en la memoria del año siguiente, presentada por el PP ante el Tribunal de Cuentas, bajo la supervisión directa de la Secretaria General, figura la cantidad de 3.213.926 euros como "ingresos por cuotas de afiliados". Una elemental división indica que, si hubieran existido esos 800.000 militantes -¡la "mayor base social de Europa"!-, la cuota media habría sido de 4 euros anuales o 33 limosneros céntimos mensuales. Pensando, en cambio, que nadie pagara menos de esos también irrisorios 20 euros anuales que ahora se requieren para votar, es obvio que ya entonces el PP habría tenido, a mucho tirar, 160.000 militantes.

¿Cuántos había cuando Cospedal llegó a Genova en 2008? ¿Por qué no hizo arqueo de la realidad? ¿Por qué santificó la cifra de 800.000, si ya entonces estaba inflada? ¿En qué momento decidió convertirse en la aventurera Chichikova? ¿Cuántos quedaban de verdad en 2014? ¿Por qué mintió cuatro veces a la Convención de Valladolid? ¿Cuál ha sido la tasa de descenso anual desde entonces, con el batacazo electoral de 2015 y todo lo que pasó después?

Que Cospedal pueda continuar en la carrera sucesoria de Rajoy sin contestar estas preguntas, e incluso aparezca como favorita, gracias a esta jibarización del censo, que implica que más de un tercio de los votantes serán cargos públicos y más de la mitad, personas colocadas por su relación con el aparato del partido, lo dice todo. Su elección como presidenta sería el más claro augurio del inexorable proceso de autodestrucción al que parece abocado el partido que -o tempora, o mores- sirvió de cauce de regeneración política durante dos décadas.

Su elección como presidenta sería el más claro augurio del inexorable proceso de autodestrucción al que parece abocado el partido

Basta mover la mirada, unos renglones más arriba, en esa "cuenta de resultados" del año 2015, para entender el desdén de Cospedal por la verdad. Mientras las cuotas de los militantes no pasaban de esos 3,2 millones, los "ingresos de origen público" -o sea las "subvenciones" succionadas a nuestros bolsillos por la élite extractiva del PP- superaban los 53,1. Y eso sin contar, naturalmente, las aportaciones a la caja B que los concesionarios de contratos o servicios repercutían luego en los precios.

Es verdad que ese dinero público no era consecuencia directa del monumental falseamiento de la militancia, sino del efecto multiplicador del voto cautivo de un segmento de la población -aun no existían ni Ciudadanos ni Vox- que en 2011 se había refugiado en un PP ya desideologizado, en gran parte por inercia, como único antídoto frente al zapaterismo.

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Cuando Gogol terminó de escribir Las almas muertas, se dio cuenta de que lo que había comenzado siendo una trama satírica sobre un macabro agujero legal, se había convertido en un retrato tremendo de cuanto le rodeaba. La venda de la caricatura costumbrista cayó de sus ojos cuando se la leyó a Pushkin, su amigo y maestro. El propio Gogol describió el momento: "Pushkin, tan aficionado a reír, a medida que yo leía, se iba poniendo cada vez más sombrío, y al acabarse la lectura, exclamó con desesperación: '¡Dios mío, qué triste es nuestra Rusia!'".

Ambos se habían dado cuenta de que las "almas muertas" no eran sólo los siervos fallecidos que permanecían anotados como vivos durante una década, sino todos los seres, a veces fatuos, otras anodinos, que, resignados a ver transcurrir la mediocridad de su vida, pululaban sometidos a una élite desdeñosa y abúlica.

Gogol llegó a la conclusión de que no había escrito una novela sino un "poema de la vulgaridad" y que eso explicaba el rechazo social y las acerbas críticas que mereció su publicación: "Cuando se termina el libro se tiene la impresión de salir de una cueva. Se me habría perdonado con gusto si hubiera mostrado algún monstruo pintoresco, pero no me han podido perdonar la vulgaridad. El lector ruso ha tenido horror de su nada, más que de sus defectos y sus vicios".

Eso mismo nos ha pasado a los denunciantes de la inanidad corrupta del marianismo. A la vez que Genova mantenía la anotación como afiliados de los militantes "difuntos", Moncloa trataba como "almas muertas" a los propios votantes, incumpliendo promesas electorales, vaciando de contenido político la acción de Gobierno, olvidando todo atisbo de código de valores. Y así fue como, a base de ser tratados cual "almas muertas", los votantes comenzaron también a "morirse" como tales, en paralelo y a un ritmo similar a la de la tasa de "defunción" entre la militancia.

A la vez que Genova mantenía la anotación como afiliados de los militantes "difuntos", Moncloa trataba como "almas muertas" a los propios votantes

Y hay que reconocer que, en esa tarea de desguace, ha habido otra Chichikova con un papel mucho más determinante que el de la Secretaria General. Si Cospedal mantenía la contabilidad de las 800.000 mentiras, Soraya era la gran agente de Rajoy en la inoculación y extensión de la epidemia de nihilismo que iba liquidando por igual a militantes y votantes.

Fueron cayendo como chinches. ¿Cuántos fenecieron por la esterilidad de la oposición a Zapatero? ¿Cuántos por la subida de impuestos de Montoro? ¿Cuántos por la excarcelación de Bolinaga? ¿Cuántos por el abandono de la agenda regeneracionista? ¿Cuántos por la amnesia sobre las medidas de defensa de la familia? ¿Cuántos por la salida de María San Gil? ¿Cuántos por la de Ortega Lara? ¿Cuántos por la "operación Diálogo" en Cataluña, la vista gorda ante los hechos de septiembre, la torpeza del 1-O, la huida de Puigdemont y la estúpida tibieza del 155 que ha devuelto el poder a los separatistas?

Con Rajoy colgado ya del árbol del ahorcado, hacia el que se precipitó con tal de ni siquiera intentar salvar a los suyos de las consecuencias de su unamuniana noluntad, una luz mortecina se va apagando sobre el cementerio de los cien negritos. Sor Aya y María Dolores de las Mentiras, dos tratantes de "almas muertas", coordinan sus estrategias para eliminar a Pablo Casado y disputarse a zurriagazos –al fín solas- el título de Gran Chichikova del PP. A lo lejos se escucha la voz ronca de Aznar, recitando lentamente los versos de Rodrigo Caro:

“Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora,

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa.

De su invencible gente,

solo quedan memorias funerales

donde erraron ya sombras de alto ejemplo.

Este llano fue plaza, allí fue templo,

de todo apenas quedan las señales”.