No es fácil levantar el muro. A la gente, descrita así, a grandes rasgos, le gustan cosas de uno y otro lado. Por eso, en los mejores años de nuestra democracia, cuando no había muro, los ciudadanos franqueaban la delgada línea divisoria con extremada facilidad. Había mucho de eso que se llama "voto prestado" y que hoy se vende en el Rastro a precio de primera edición de El Quijote.

Todos los presidentes, también Pedro Sánchez, alcanzaron el cargo con la voluntad de gobernar para todos los españoles. Comenzaban haciéndolo y, a medida que el oficio los desgastaba, solían gobernar más para los suyos, porque los otros son los que eligen al opositor que intenta derribarte cada vez con más fuerza. Pero había un disimulo. En las ruedas de prensa lo seguían diciendo: "Soy el presidente de todos los españoles".

La metáfora de Sánchez fue muy comentada en los corrillos del Congreso. Reconoció sin ambages que se ha constituido voluntariamente como un muro para separar a los que piensan como él de los que piensan distinto. Y la luz, la comida y el Estado del bienestar, como en Juego de tronos, deben llegar a un lado del muro a costa del otro.

Pedro Sánchez anuncia su nuevo Gobierno.

Pedro Sánchez anuncia su nuevo Gobierno.

Incluso en las legislaturas más delicadas, los presidentes han combinado con equilibrio el carácter técnico del Gobierno con su perfil ideológico. Un gobierno debe hacer ideología al mismo tiempo que gestiona. Perros de presa y profesionales; soldados y sabios. Ese venía siendo, más o menos, el equilibrio.

Hasta que Sánchez ha levantado el muro. No es fácil defender con fe ciega el proyecto de este Gobierno. Hay medidas límite, como la amnistía, que surfean en las fronteras de la Constitución. Hay indultos. Hay una mesa donde se negocia un referéndum de autodeterminación. Hay un cónclave suizo donde unos "verificadores" supervisan el ejercicio de la democracia española, como si no supiéramos conducirnos solos.

Es muy complicado encontrar a un gran profesional de lo suyo que esté dispuesto a digerir todo eso. O mejor dicho, es muy complicado encontrar a un gran profesional de lo suyo que esté dispuesto a defender todo eso como si le fuera la vida en ello. Conclusión: los habitantes del muro de Sánchez marcan un antes y un después en la tradición ministerial.

Los nuevos han alcanzado su cargo por la vía de la lealtad. Óscar Puente, siempre al lado de Sánchez, cuando parecía que todo acababa, ha sido premiado con la cartera de Transportes. Ángel Víctor Torres, presidente derrotado de Canarias, viene a Madrid para encargarse de la Política Territorial. Elma Sáiz, portavoz del PSOE en Pamplona, llega como cuota de Santos Cerdán, el hombre de Waterloo.

El resto de novedades, correspondientes a Sumar, no conviene comentarlas aquí porque han sido obra de Yolanda Díaz, y no de Sánchez. Pero también tienen un claro perfil político. Todos se estrenaron con una militancia férrea en alguno de los satélites a la izquierda del PSOE.

Los habitantes del muro son centinelas. Hombres y mujeres pasados por el tamiz de un proyecto que conocen bien, la supervivencia. La ideología es líquida. Lo importante es respirar. Marlaska, Calviño y Robles fueron junto a Borrell o Pedro Duque los fichajes para la gestión. Los que se han ido o no hablan o critican la amnistía. Los que permanecen han decidido renunciar a sus principios para permanecer en el poder. No existe la libertad de conciencia en la cima del muro.

Sánchez logró el equilibro política-gestión en 2018. Y así le fue reconocido en los medios del centroderecha y del centroizquierda. Es mejor no mirar atrás. Parecen dorados los días que se antojaron corrientes.

Suárez mezcló a Fuentes Quintana (economista de gran influencia académica y social), Jaime Lamo de Espinosa (doctor ingeniero agrónomo) y Pérez-Llorca (diplomático) con Fernando Abril o Martín Villa. Los sabios y los soldados.

Felipe González integró a Fernando Morán (diplomático de talento), Miguel Boyer (economista de prestigio), José María Maravall (sociólogo excelente), Virgilio Zapatero (un académico a la griega) y Jorge Semprún (¡el gran Semprún!) con los Corcuera y compañía.

Aznar mezcló a Eduardo Serra (el que mejor conocía Defensa) y Romay Beccaría (el que mejor conocía Sanidad) con la estirpe de Álvarez-Cascos. Zapatero metió en el Gobierno a un poeta del talento de César Antonio Molina y a un filósofo del prestigio de Ángel Gabilondo. Rajoy eligió a De Guindos, a Margallo y a Dastis.

Ninguno de estos sabios habría aceptado enterrar sus principios a cambio de un mono de trabajo y una carretilla donde llevar las piedras que levantan el muro.