Me impresiona la palabra cáncer. Me da mucho miedo. De un tiempo a esta parte, el verla escrita me arranca el aire de los pulmones. Poco a poco lo recupero y todo vuelve a su sitio. O no: hay viajes tras los que uno nunca vuelve al lugar de donde salió. Hay manotazos de la vida ante los que solo cabe flotar y buscar la orilla. Imprevistos que dejan cualquier preocupación cotidiana a la altura del betún, que te obligan a relativizar y que, en el mejor de los casos, te abren los ojos ante las maravillas que son la amistad, la belleza y la vida. 

Hoy me encuentro con las dos caras de la moneda. En una mano llevo a alguien que se enfrenta a la enfermedad con una valentía y una fuerza que me resultan tan incomprensibles como ejemplares. Con la otra me aferro a un científico que, incansable, dedica su vida a buscar la cura. Eduardo López Collazo, director del IdiPaz, físico nuclear e inmunólogo, pasa las horas, los meses y los años en el laboratorio, con su equipo, intentando entender ese conjunto de enfermedades que denominamos cáncer. Eduardo, al poco de publicar su libro ¿Qué es el cáncer? me lo entregó junto con una petición: yo fui sincero con tu libro. Dime realmente lo que piensas. A mi pregunta de por qué creía que debía leerlo, me contestó que la única forma de vencer a un enemigo es conociéndolo. 

Sabía que lo leería del tirón, así que esperé a los aviones que me ocuparon esta semana. Seré sincera, Eduardo: me quedé sin aire varias veces. No soy buena enfrentándome a mi vulnerabilidad y a mi pánico. Pensé en dejarlo, pero no lo hice. Menos mal. En esa especie de novela corta en la que trenzas ciencia y vida, en la que aparecen amigos tuyos que enfermaron y que me constan que son reales, he aprendido mucho. Ahora sé que la historia de la ciencia es una de fracasos con escasos chispazos de triunfo que hacen que todo el esfuerzo valga la pena y que supongan un punto de inflexión para la humanidad. He aprendido que la inmunoterapia es el gran salto para que esas defensas que no funcionaron en su momento y nos dejaron enfermar, vuelvan a desempeñar su trabajo.

Sé de dónde viene tu pragmatismo desbordante: sin ese patrón mental sería imposible enfrentarte al reto de acabar con el monstruo. Y comprendo que, aún así, sufres igual que el resto de los mortales cuando es alguien cercano el que está enfermo. Ahora entiendo la pasión que demuestras por tu profesión, tu para qué es de esos que hacen la diferencia. Hoy mismo me has contado que un equipo español ha curado un tipo de cáncer de páncreas en ratones, que es un trabajo titánico, que queda mucho para una aplicación en humanos, pero que es un paso gigantesco.

Le pregunté a Eduardo, tras acabar su libro, si curará el cáncer: ese es mi sueño desde pequeño, y yo cumplo mis sueños, amiga. Que nací en Jovellanos, un pueblo perdido de Cuba, y mira por dónde ando. Me convenció, porque así es él y porque necesito creerle. Devanándome los sesos para encontrar mi utilidad en esta ecuación, volví a interrogarle. "¿Y qué necesitas para hacerlo?", como si fuera a encontrar lo que me pidiera en un supermercado. Dinero, amiga, dinero. Y recordé cuando esa falta de recursos para la ciencia se me antojaba como algo lejano y, por ignorancia, ni me planteaba su prioridad.

Cuando conocí a Eduardo y entendí la importancia de esos proyectos, empecé a enfadarme. Porque hablamos de algo tan tangible, contable y abundante como el dinero. No magia, no suerte, no piedras filosofales: dinero. Para cuando ha aparecido el manotazo, mi indignación ya era máxima: esto depende solamente del dinero. En breve elegiremos a los que parten y reparten ese único bien indispensable que sirve para cambiar vidas. Solo una cosita, Señores Repartidores de Dinero: hagan bien su trabajo.