El reciclaje de ETA en la normalidad institucional del país es posible gracias a la acumulación de silencios alrededor de la pregunta clave de nuestra democracia: ¿condena usted la violencia? Tres años después de que la banda asesinara a su última víctima, el gendarme francés Jean-Serge Nèrin, y cuatro desde la última bomba lapa que acabó con dos guardias civiles en Mallorca —en 2009 seguían explotando coches en España—, el líder de Sortu entonces, Hasier Arraiz, reclamó orgulloso la trayectoria de la izquierda abertzale. La famosa pregunta quedó flotando en el ambiente y como no hubo una respuesta clara se activó el mecanismo de lo implícito, la solución de emergencia para los malentendidos en el País Vasco. Mejor dejar las cosas sobreentendidas que confirmar la espantosa verdad: nadie quiere saber que su vecino justificaría un asesinato.

La circunvalación por el idioma que hace el brazo político de los pistoleros que sembraron España de cadáveres condenados por tener ideas diferentes es el regalo del Estado que pretenden quebrar. En la Constitución no caben quienes apretaron el gatillo pero sí las personas que posiblemente no habrían avisado, por ejemplo, al periodista José Luis López de Lacalle de la presencia de alguien apuntando su nuca mientras sacaba las llaves de casa. Así se concreta el silencio, viajando al pasado. Como las naranjas de la frutería neoyorquina que tira Corleone cuando caen sobre él dos asesinos, hasta los pies del callado rodarían el paraguas y el periódico sin provocarle ningún gesto, sin que se le escuchara todavía una palabra. Por eso cada vez que aparece Otegi o Bildu se evoca la imagen de la escena de todos los crímenes: a su alrededor humean los revólveres y cae la llovizna fina de la ejecución política. 

Antes de convertirse en una montonera xenófoba de propaganda y sentimentalismo, el nacionalismo catalán aprovechó los muertos para diferenciar su procés del otro. Pujol tenía un aroma folclórico que conquistó la capital. De lejos sólo se veía un anciano muy cateto pero muy simpático con ideas extravagantes sobre su procedencia. De cerca, sólo había un analfabeto. Ahora Junqueras saca partido de los silencios que generan los muertos para crear confluencias entre los separatismos. Para hacer frente común contra el proyecto de la Transición que han asediado por separado estos años. Para que Otegi, el terror que representa, tenga más protagonismo en Madrid, como si Madrid no conociera ya la serpiente que se escurría por las esquinas, y en Bruselas. 

Sobre el establishment catalán de patria, dios y diada cae un reguero de víctimas retroactivas. Siempre han sido unos cobardes. Eso no ha evitado que, como buenos independentistas, se manchen al final las manos de sangre.