Hillary Clinton ganó ampliamente en los medios su primer debate con Donald Trump. Pero quizá no le sirva de nada por la sencilla razón de que los parámetros con que juzgamos este duelo forman parte de la misma cosmovisión que el votante de Trump rechaza y contra la que éste ha levantado su candidatura.

Será difícil que quien suscribe el discurso antiintelectual, proteccionista y populista de Trump considere convincentes los educados modales de Clinton, los que percibe como falsos e hipócritas.

O que piense que su héroe no ha sido víctima de la falta de neutralidad del cosmopolita público neoyorquino, que aplaudió y rió más con Hillary. O que fue penalizado por el moderador Lester Holt, mucho más incisivo al preguntar a Trump que a Clinton.

Los seguidores de Trump pensarán que el debate no ha sido más que otra encerrona de los intelectuales de la Costa Este destinada a frenar al hombre que ha conectado con las verdaderas preocupaciones del americano medio.

De hecho, este mismo debate, sus organizadores universitarios, su presentador, sus comentaristas, los periodistas, forman parte del atrezzo de lo que esos votantes verdaderamente repudian.

Hillary llegó superpreparada para el lance. Trump se lo reprochó y ella le contestó sacando pecho con su leyenda de "empollona": "También me he preparado para ser presidenta", le dijo. Él, en cambio, parecía fiarse más de su telegenia y de su carácter. 

La candidata demócrata fue como una pequeña abejita roja que volaba en torno a su rival y clavaba su aguijón una y otra vez en el búfalo republicano, tratando de provocar su embestida, la cual no se produjo. Los continuos soplidos de Trump crearon la impresión de que se estaba conteniendo con todas sus fuerzas para evitar aplastarla con un manotazo.

La abejita no fue, en modo alguno, inocente. El primer golpe bajo –"tu padre te dejó 14 millones de dólares para tu primer negocio"- buscaba desenmascarar al nuevo héroe del americano medio dibujándolo como un niño criado con cubiertos de plata.

Trump, sin respuestas

A Trump se le vio desordenado en la expresión. Un mensaje quedó claro, que bajará el impuesto de sociedades del 35% al 15%, niveles irlandeses. Sorprendió que no tuviera respuestas preparadas para preguntas obvias, como su polémico cuestionamiento del lugar de nacimiento del presidente Obama.

Las ideas se le atropellaban en sus planteamientos, creando laberintos donde solo flotaban retazos de conceptos de lo que se supone que son sus auténticas ideas: México, China, devaluación, petróleo, armas, racismo, temperamento...

La frase más memorable de este primer debate quizá sea la que se refiere a esto último: "Mi temperamento es mi mayor ventaja y me distingue de ella [Hillary]. Tengo temperamento de ganador", proclamó Trump.

Hillary sonrió con condescendencia y se calló, como perdonándole la vida después de haber recordado que se ha declarado seis veces en quiebra y esperando a que un estallido machista del republicano consagrara su victoria por goleada.

Pero esa sonrisa de Clinton es precisamente lo que los seguidores de Trump más odian. Para ellos, esa sonrisa es el símbolo del cinismo de la clase política norteamericana y contra ella Trump ha levantado un ejército.