“Has venido aquí a París dispuesto a forjar tu propio estilo, ¿no es así?”, le preguntó un día Marguerite Duras, con alevosía y nocturnidad, a Enrique Vila-Matas. El escritor catalán tuvo esa suerte. El apartamento del número cinco de la rue Saint-Benoît donde vivió durante unos años era de la autora francesa. Allí vivió, escribió y se adentró en la bohemia del París de los sesenta. Todo acabaría convirtiéndose en un libro: París no se acaba nunca. En la novela lo describe como una cochambrosa buhardilla por la que pagaba el simbólico precio de cien francos al mes. Allí trataba de llevar una vida de escritor “pobre y feliz” como la que relataba Hemingway en París era una fiesta, la referencia suprema.

Mi piso parisino, en cambio, pertenece a un director creativo que vuela por Madagascar y elige modelos para fotografías. Y sí, al igual que a Enrique Vila-Matas con su casera, mi casero habla también en un francés superior que me cuesta entender.

Aquí hace frío como en todas las novelas, te obligas a refugiarte en los bares y pedir “un café caliente”. Ando sin la gabardina de Matas y sin el sombrero de Ernest, pero en cada barra comienzo a escribir un cuento. Y como el día en París es lluvioso me refugio en los escaparates, disimulo con el vaho del cristal y dejo mi teléfono en servilletas por si alguien llama. En el Madrid que he dejado no lo haría. Aquí sí. ¿Y si llaman?, pienso. A lo mejor cambio el argumento de lo que ando escribiendo.

Hay en la novela de Vila-Matas un espejo donde mirarse y lo releo como una Biblia para que me ilumine en este recorrido parisino. Generalmente subrayo las frases y las memorizo, otras me sirven para ejercitar el oficio. Mi voluntad, en cambio, no se modifica nunca: pasear y escribir. “¿Me parezco a Heminway?”, se preguntaba el escritor catalán en aquella época en la que empezaba. Dios, qué pregunta. Me veo imposibilitado a hacer lo mismo ahora aunque quiera.

En fin, aquí me encuentro: en un café de la rue Bonaparte donde siempre vuelvo para refugiarme (y usar la wifi). Normalmente se abren las puertas y miro, me distraigo y me desespero a partes iguales. Ando persiguiendo la sombra de alguien desde hace mucho tiempo y eso me ayuda a escribir.

Así que aquí me quedo. Por callejuelas estrechas, amplios bulevares, mirando sólidos edificios, plantándome ante los monumentos y recorriendo el Louvre como inspiración. Me han dicho que si paro cincuenta segundos en cada obra necesito al menos cinco años para verlo todo. Nada me perturba. Como decía Jules Moineaux: “¡Adelante: pongamos el mundo en tela de juicio!”.