Cuando todos pierden, lo último que puede entenderse es que alguien saque pecho. Y quien dice sacar pecho, dice poner a los demás líneas rojas, o aspirar a imponer el propio programa. La reflexión viene a cuento de las elecciones del pasado domingo, las primeras de nuestra democracia sin un claro vencedor.

El primer clasificado, el PP, ha perdido 60 diputados, la tercera parte de los que tenía. Siendo el más votado, no reúne ni un tercio de los votantes: pretenderse “mayoritario” con semejante bagaje raya en lo risible. Y más cuando uno, como Rajoy, ha tenido por toda estrategia el rodillo parlamentario y la contumaz negativa a cualquier rendición de cuentas. Con 123 escaños, se acabó lo que se daba. También quien así eligió gobernar.
El segundo, el PSOE, se ha dejado sólo 20 parlamentarios, pero con ello queda reducido a la quinta parte del electorado y a la cuarta de los escaños en liza. O lo que es lo mismo: alguien que sólo puede decidir sumando con varios otros, y en la medida en que logre seducirlos a todos. Hora de ser humildes.

El tercero, Podemos, después de amalgamar un verdadero potaje de siglas y sensibilidades, se queda en 69 escaños, esto es, ni un quinto de la Cámara. Mucho, comparado con la nada de la que venía la nueva formación. Nada, a efectos de consumar ese asalto a los cielos que tanto prometía a sus votantes.

El cuarto, Ciudadanos, ha visto reducida su vocación de partido de nueva mayoría a una representación de 40 parlamentarios; meritoria para el breve tiempo en que la han conseguido, pero con la que sólo puede aspirar a hacer de acompañante de otro. Desde luego, no sirve para marcarle el paso a nadie.

Visto lo visto, sólo hay dos salidas: o empecinarse cada cual en lo suyo y consumir el plazo hasta que haya que convocar unas nuevas elecciones, en las que cada uno habrá de calcular el precio que le toca pagar (y quizá ninguno debería apresurarse a especular con una mejora), o bien asumir lo ocurrido y aceptar lo que le toca a uno cuando lleva un juego perdedor.

En una coyuntura así, ganará quien acierte a renunciar a algunas aspiraciones propias y persuada a cambio a los otros de renunciar a algunas de las suyas. En primer lugar, nadie es imprescindible, porque a nadie han favorecido claramente los españoles con su confianza. En segundo lugar, por medio del acuerdo es preciso arbitrar un cambio profundo, porque el statu quo ha sufrido un varapalo histórico, pero no cabe precipitar rupturas, porque las opciones que suponen una continuidad del sistema mantienen un recio apoyo. Tiempo para alguien con empuje, fuste e imaginación. ¿Contamos con alguien así?