Si el nombre de Evan Spiegel no le suena, es que está poco puesto en lo referente al escenario tecnológico. Un joven de 25 años que, en septiembre de 2011, junto con sus compañeros de clase Bobby Murphy y Reggie Brown (que abandonó el equipo), lanzó una idea sencilla, pero que ha revolucionado la manera en la que se comunican los jóvenes norteamericanos: una aplicación de mensajería en la que los mensajes se autodestruían entre los tres y los diez segundos.

El resultado, Snapchat, experimentó un crecimiento brutal en una generación que estaba harta de ver cómo sus padres los monitorizaban en Facebook. Jóvenes para los que el peor escenario era encontrarse con un like de su padre o un comentario de su madre, a los que la idea de una línea temporal permanente les agobiaba.

Snapchat era la app que los padres no querían ver en el smartphone de sus hijos. Su funcionamiento evocaba el sexting, el envío de fotos subidas de tono que se borraban a los pocos segundos. El uso continuado dejó claro que no era así: más de treinta snaps al día evidenciaban que los jóvenes no hacían sexting a todas horas, había algo más. Las pautas de uso de la aplicación respondían a un fenómeno sociológico, a algo que el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, definió como "un fenómeno de la privacidad".

Mientras muchos despreciaban a Snapchat y la consideraban un simple capricho, la compañía se encontró con una oferta de adquisición de Facebook de 3.000 millones de dólares encima de la mesa. Aproximadamente un trailer y medio llenos de palets con billetes de cien dólares... no solo es ser muy rico, sino "dinásticamente rico". Y Evan, procedente de una familia de economía desahogada, dijo sin despeinarse que no. Una semana después, otra oferta, de Google, por 4.000 millones de dólares. Y volvió a decir que no. Creía en su idea, y la quería desarrollar, no venderla.

Hoy, la valoración de Snapchat supera los 19.000 millones. La compañía no solo se dedica a la mensajería: además, tiene otros mecanismos de comunicación que los jóvenes emplean ávidamente, sirve una publicidad que esos mismos jóvenes devoran sin encontrar en absoluto molesta ni intrusiva, suministra contenidos de publicaciones que quieren llegar a ese esquivo segmento demográfico a cambio de importantes sumas de dinero, y tiene una herramienta para el envío de dinero. Adelanta pautas de uso que posteriormente copian Facebook, Google o Apple. La etiqueta "fenómeno sociológico" se le ha quedado corta.

Y sigue sin vender.